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lunes, 12 de diciembre de 2011

Selva oscura - Dante Alighieri

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DIVINA COMEDIA
Dante Alighieri 
-traducción de Ángel crespo-



INFIERNO

CANTO I
-Selva oscura-





Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita.


A mitad del camino de la vida
   yo me encontraba en una selva oscura,
   con la senda derecha ya perdida.
                                                                3
¡Ah, pues decir cuál era es cosa dura
   esta selva salvaje, áspera y fuerte
   que en el pensar renueva la pavura!  
                                                        6
Es tan amarga que algo más es muerte;
   mas por tratar del bien que allí encontré
   diré de cuanto allá me cupo en suerte.  
                                                               9
Repetir no sabría cómo entré,
   pues me vencía el sueño el mismo día
   en que el veraz camino abandoné.                                      
                     12
Mas tras llegar al cerro que subía
   allí donde aquel valle terminaba
   que con pavor a mi alma confundía,                       
                                15
al mirar a la cumbre, vi que estaba
   vestida de los rayos del planeta
   que el buen camino a todos señalaba.                       
                              18
Quedóse la aprensión un poco quieta
   que de mi corazón adolorido
   en el lago duró la noche inquieta.                             
                               21
Y como aquel que con aliento ardido,
   del piélago salido a la ribera,
   mira al agua que casi le ha perdido,                         
                               24
mi alma, que fugitiva entonces era,
   volvióse a contemplar de nuevo el paso
   que no atraviesa nadie sin  que muera.                    
                               27
Tras reposar un poco el cuerpo laso,
   mi camino seguí por tal desierto,
   más bajo siempre el pie que no da el paso.              
                               30
Y, apenas el camino me hube abierto,
   un leopardo liviano allí surgía,
   de piel manchada todo recubierto;                             
                              33
parado frente a mí, frente me hacía
   cortando de ese modo mi camino,
    y yo, para volver, ya me volvía.                                                        
      36
Era el tiempo primero matutino
   y se elevaba el sol con las estrellas
   que estuvieron con él cuando el divino
39
amor movía aquellas cosas bellas;
   y esperar bien podía, y con razón,
   aunque a la fiera moteada viese,
42
la hora del alba y la dulce estación;
   mas no sin que temor me produjese
   la imagen, que vi entonces, de un león.
45

Questi parea che contra me venisse
con la test'alta e con rabbiosa fame,
sì che parea che l'aere ne tremesse.


Me pareció que contra mí viniese,
   alta la testa y con hambrientos ojos,
   que parecía que el aire le temiese.
48
Y, una loba, que todos los antojos
   alojar semejaba en su magrura
   y a muchos procuró duelo y enojos,
51
me llenó de inquietud con la bravura
   que veía lucir en su mirada
   y perdí la esperanza de la altura.
54
Y, como aquel que goza en la jornada
   de la ganancia y, cuando llega el día
   de perder, llora su alma contristada,
57
así la bestia, que hacia mí venía,
   me empujaba sin tregua, lentamente,
   al lugar en que al sol no se le oía.
60
Mientras me deslizaba en la pendiente,
   ya mi mirada había descubierto
   a quien por mudo di, por silente.
63
Cuando le contemplé en el desierto,
   «¡Apiádate», yo le grité «de mí,
   ya seas sombra o seas hombre cierto!»
66

Respondióme : «Hombre no, que hombre ya fui,
   y por padres lombardos engendrado,
   de la mantuana patria. Yo nací
69
bajo Julio, aunque tarde, y he morado
   en la Roma regida por Augusto,
   la que a falsas deidades ha adorado.
72
Poeta fui, canté entonces al justo
   hijo de Anquises, que de Troya vino
   cuando el soberbio Ilión quedó combusto.
75
¿Mas por qué vuelves tú al amargo sino,
   por qué no vas al monte complaciente
   que de todos los goces es camino?»
78
«¿Eres tú aquel Virgilio y esa fuente
   de quien brota el caudal de la elocuencia?»
   le respondí con vergonzosa frente.
81
«De los poetas el honor y la ciencia,
   válgame el largo estudio y gran amor
   con que busqué en tu libro la sapiencia.
84
Eres tú mi maestro, tú mi autor:
   tú solo aquel del que he tomado
   el bello estilo que me diera honor.
87

Vedi la bestia per cu' io mi volsi;
aiutami da lei, famoso saggio
ch'ella mi fa tremar le vene e i polsi


Mira la bestia que hacia atrás me ha echado,
   sabio famoso, y ahórrame su ultraje;
   por ella pulso y venas me han temblado».
90
 «Te conviene emprender distinto viaje».
   me respondió mirando que lloraba,
   «para dejar este lugar salvaje:
93
Que esta, por la que gritas, bestia brava
   no cede a nadie el paso por su vía
   y con la vida del que intenta acaba;
96
y es su naturaleza tan impía
   que nunca sacía su codicia odiosa
   y, tras comer, tiene hambre todavía.
99
Con muchos animales se desposa
   y muchos más serán hasta el momento
   en que le dé el Lebrel muerte espantosa.
102
No serán tierra y oro su alimento,
   sino amor y sapiencia reunidas;
   tendrá entre fieltro y fieltro nacimiento.
105
Verá Italia sus fuerzas resurgidas
   por quien, virgen, Camila halló la muerte
   y Euríalo, Turno y Niso, con heridas.
108
De un pueblo y de otro lo echará, de suerte
   que habrá de dar con ella en el Infierno,
   del que la envidia prima la divierte.
                                                                                      111
De donde, por tu bien, pienso y discierno
  que me sigas y yo seré tu guía,
   y he de llevarte hasta el lugar eterno
114
donde oirás espantosa gritería.
   verás almas antiguas dolorosas:
   segunda muerte lloran a porfía;
117
verás gentes también que son dichosas
   en el fuego, que esperan convivir
   un día con las almas venturosas.
120
A las cuales, si aspiras a subir,
   más que la mía existe un alma pura:
   con ella, al irme yo, te veré ir;
123
que aquel emperador que hay en l altura,
   puesto que fui rebelde a su doctrina,
   que yo no llegue a su ciudad procura.
126
A todo desde allí rige y domina;
   allá están su ciudad y su alta sede
   ¡feliz aquel a quien allí destina! »
129
Y dije yo: «Poeta, pues lo puede
   aquel Dios que tú nunca has conocido,
   de este mal libre, y de otro mayor, quede;
132
llévame donde ahora has comprometido,
   y las puertas de Pedro vea un día,
   y a los de ánimo triste y afligido».
Él echó a andar, y yo detrás seguía.
136






Allor si mosse, e io li tenni dietro.


FIN DEL CANTO I




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viernes, 9 de diciembre de 2011

Bartleby, el escribiente - Herman Melville

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 Bartleby, el escribiente   (parte I)





Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n. º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.

Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.
Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.
Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.
Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.
Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en lostribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.
Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:
-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.
Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado. En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones. En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso?
Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome –y le alargué la cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo. Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común? Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?
-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.
-Nippers. ¿Qué piensa de esto?
-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.
El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.
-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?
-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.
No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro.
Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.
Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.
Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! Pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.


(continuará)
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jueves, 8 de diciembre de 2011

Vida, Muerte y Amores venenosos parte II

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Lo que no recuerdo
 – Publicada el 18 de septiembre de 2011-


Lo único que no me acuerdo es eso. Incluso puedo dar detalles sin importancia de todo lo que hice ese día. Su cara miraba vaya saber a dónde mientras me hablaba. Mi madre nunca tuvo mucho tacto, nunca disimulaba. Si se tiene una madre así uno puede soportar lo que sea.
-No te olvides la campera, hoy va a hacer frío. Cuidado por donde andás que están robando, lo vi en la tele. Esperá, no te vayas sin comer, dale comé algo.
-Se me hace tarde mamá, no tengo tiempo ¡Chau, chau, me voy!
Hacía ocho meses que buscaba trabajo, así que debía ser puntual. Yo ya había perdido las esperanzas, pero con esta entrevista al parecer la mala racha se cortaría.
-Cualquier cosa te llamamos, tenemos tus datos.- Lo mismo de siempre.
Me subo al colectivo después de esperarlo un buen rato. Mi humor no era el mejor. Trato de dormir, pero atrás mío hay un imbécil que no para de vociferar. Miro por la ventanilla, ¡Qué paisaje! La gente amuchada como ratas o piojos, criaturas despreciables. Como es la gente. No es un viaje emocionante, para nada. El tipo de atrás sigue hablando sobre unos videojuegos que le trajeron el fin de semana. Para colmo la ventanilla no cierra. Mamá tenía razón con lo de la campera, ¿por qué no le hice caso? Vi desde el colectivo ese lugar en el parque donde besé por única vez a Julia. A mi mamá no le gustaba ella y la chica se dio cuenta. Me dijo que éramos buenos amigos, que mejor sigamos siéndolo. Después de eso la vi cada vez menos, pero supe que estaba de novia con un idiota que conozco. ¡Qué desperdicio! Me molesta todavía un poco eso, pero nunca dije nada. Se subieron dos enfermeras, eran muy bonitas. El de atrás cuenta algo sobre un accidente, aunque no quiera escucharlo no lo puedo evitar.
-¿Pero qué es ese olor?- pensé en voz alta.
-¡Terrible!- El de atrás sigue contando.- Le quedó el zapato mirando para atrás. La culpa no fue del taxista, el tipo cruzó cuando le cambió el semáforo. Daba impresión verlo.
-No falta mucho para el hospital, ya bajamos.- Le recuerda el otro.
Cuando bajan veo que tiene el brazo lleno de pus que traspasa un sucio vendaje, ese era el olor. Mi viaje duraría al menos una hora más. Finalmente pude dormir un poco. En mis sueños estaban esos ojos grises, inexpresivos, ciegos y fijos. Una cara bonita con una palidez mortuoria. No se parecía, pero estoy seguro de que ese cadáver ante mí era Julia. Me despierto y me doy cuenta de que me pasé una parada. Juro que es todo lo que recuerdo. Algo pasó y entiendo que no me lo crean. No me acuerdo cuando ni como llegué a mi casa. Tampoco sé por qué mi madre estaba despedazada, ni la causa de mi ropa ensangrentada, ni cuándo vino la policía. No me acuerdo, la verdad es que no me puedo acordar. Señor Juez, hoy soñé con mi mamá, pero juro que soy inocente.
Víctor Fuentes fue hallado culpable de homicidio agravado por el vínculo y condenado a cadena perpetua. Los que lo conocen dicen que es un hombre pacífico, ocupado sólo de sus propios asuntos. Nunca confesó ningún crimen.  Fue trasladado al penal de Batán, Provincia de Buenos Aires. El caso trascendió fronteras, conocido como "el hombre lobo argentino". En la Televisión ahora no se habla de otra cosa: encontraron desmembrados a mordidas a todos reclusos del pabellón ocho. De Fuentes no se sabe más nada. 


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Vida, Muerte y Amores venenosos parte I

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Desangrando en mi ballena blanca
– Publicada el 4 de septiembre de 2011-



Desolación, desconcierto, confusión. Soy Ahab. Fue ella quien aplastó mi corazón y de esa forma perdí mi alma. Mientras trazo estas palabras en un papel, como un náufrago que escribe una nota de rescate, por mi mente pasa esa, mi gran obsesión.
Un amor que no fue, una vida que se desperdicia, un futuro que no existe ni existirá a menos que mi arpón esté saciado. Vida, muerte y amor. Amor por la vida, deseo por la muerte, nada importa ni nadie más. Toda historia necesita un final.
Soy Ahab, conduzco mi propio barco, mi propia ruina. A veces soy consciente de mi tormento y aunque sé que es muy fácil liberarme, prefiero morir de esta manera. Cosas que podrían ser y no son-y al parecer no serán-. Pero son mis sueños y no este mundo tangible los que permiten que exista.
Amor que se convierte en odio, el odio que genera esta violencia y entonces la muerte es sólo un descanso. Yo no pretendo esconderme detrás de estas palabras escritas. Cuando no la veo la recuerdo. Y cuando no la recuerdo, simplemente emerge sin causa alguna, sin que la espere. Parece que voy a estar satisfecho, siempre es así. Una vez más, una vez más, otro intento, otro nuevo coqueteo con la muerte, otra vez algo que me da una razón para vivir de nuevo. Ante mí, las luces de San Telmo me dicen que hacer y cómo, son mi señal. Te busco.
Dolor, pérdida de sentido, lucha contra lo imposible, reacción, más dolor, frustración. Todo a mi alrededor, muerte. Me ahogo, mis venas como cabos tensos están por explotar. Nadie va a salvarme, tampoco aceptaría ninguna ayuda. ¿Qué sentido tendría? Soy Ahab.



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