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miércoles, 18 de julio de 2012

San Antonio - Guy de Maupassant

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SAN ANTONIO
GUY DE MAUPASSANT






Lo llamaban San Antonio porque se llamaba Antonio, y también porque era vividor, gozoso, bromista; comía y bebía prodigiosamente, y era un vigoroso perseguidor de sirvientas a pesar de que tenía más de sesenta años.
Era un campesino acomodado de la región de Caux, colorado, ancho de pecho y de vientre, y encaramado en largas piernas que parecían dema­siado flacas para la amplitud del cuerpo.
Viudo, vivía solo con su sirvienta y sus dos cria­dos en su granja que dirigía como un viejo astuto, cuidadoso de sus intereses, entendido en los nego­cios, en la cría de ganado y en el cultivo de sus tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados ven­tajosamente, vivían en los alrededores y venían una vez al mes a comer con el padre. Su vigor era céle­bre en toda la región; se decía, a la manera de un proverbio: Es fuerte como San Antonio.
Cuando llegó la invasión prusiana, San Antonio, en la taberna, prometía devorarse un ejército por­que era hablador  como un  verdadero normando, un poco cobarde y fanfarrón. Golpeaba con el puño sobre la mesa de madera que saltaba haciendo bailar las tazas y las pequeñas copas, y gritaba con la cara roja y el ojo socarrón, con una cólera falsa de vividor: "Voy a tenerme que devorar algunos, sí señor".
Contaba con que los prusianos no llegarían hasta Tanneville. Pero cuando supo que estaban en Rautot no volvió a salir de la casa y atisbaba sin cesar la carretera por la pequeña ventana de su cocina, esperando a cada instante ver pasar unas bayonetas.
Una mañana, cuando tomaba la sopa con sus servidores, la puerta se abrió y el alcalde de la co­muna, el abogado Chicot, apareció seguido de un soldado tocado con un casco negro con punta de cobre. San Antonio se levantó de un salto; su gente lo miraba como esperando verlo agarrar al prusia­no; pero se contentó con estrechar la mano del alcalde, quien le dijo:
—Aquí te traigo uno, San Antonio. Llegaron esta noche. Sobre todo no vayas a hacer estupideces, porque hablan de fusilar y de quemar todo si llega a ocurrir la menor cosa. Ya estás prevenido. Dale de comer; parece un buen muchacho. Buenas no­ches, me voy adonde los otros. Hay para todo el mundo —y salió.
El viejo Antonio, que se había puesto muy pá­lido, miró a su prusiano. Era un muchacho gordo de piel blanca, con los ojos azules, el pelo rubio, barbado hasta los pómulos; parecía idiota, tímido y buen muchacho. El astuto normando lo adivinó inmediatamente y, ya más seguro, le hizo seña de que se sentara. Luego le preguntó:
—¿Desea tomar sopa?
El extranjero no comprendió. Antonio tuvo entonces un lance audaz y, poniéndole bajo la nariz un plato lleno, le dijo:
—Toma, trágate eso, cerdo gordo.
El soldado respondió:
—Ya —y se puso a comer golosamente mientras el granjero, triunfante, sintiendo que había recon­quistado su reputación, guiñaba el ojo a sus sirvien­tes que hacían muecas extrañas, pues sentían al mismo tiempo un gran miedo y ganas de reír.
Cuando el prusiano terminó de tragarse su pla­to de sopa, San Antonio le sirvió otro que también hizo desaparecer; pero rehusó el tercero que el granjero quería hacerle comer por la fuerza repi­tiendo:
—Bueno, métete eso en la barriga. Vas a engor­dar o me dirás por qué, me oyes, cerdo mío.
Y el soldado, comprendiendo solamente que querían hacerlo comer hasta reventar, reía con aire contento y hacía señas de que ya estaba lleno.
Entonces, San Antonio, ya con toda familiari­dad, le dio unos golpecitos en el vientre gritando:
—Está llena la panza de mi cerdo.
Pero de repente, enrojeciendo violentamente v sin poder hablar, se retorció. Una idea que lo hacía ahogar de risa se le ocurrió:
—Eso es, eso es, San Antonio y su cerdo. Este es mi cerdo —y los tres sirvientes estallaron a su vez.
El viejo estaba tan contento que hizo traer aguardiente, del bueno, quintaesenciado, y le ofre­ció a todo el mundo. Chocaron los vasos con el prusiano, que hizo ruidos halagadores con la len­gua para indicar que aquello le parecía maravilloso. Y San Antonio le gritaba en las narices:
—Eh, éste es del bueno. ¿No tomas de éste en tu casa, cerdo mío?
Desde entonces el viejo Antonio no volvió a salir sin su prusiano. Había encontrado así lo que quería: era su venganza personal, su venganza de viejo astuto. Y toda la región, que se moría de miedo, reía hasta ahogarse a espaldas de los ven­cedores, de la broma de San Antonio. Verdadera­mente en cuanto a chanzas no tenía igual. Era el único que podía inventar cosas como ésa. ¡Qué pillo, caramba!
Se iba donde los vecinos todos los días por la tarde, del brazo de su alemán, al que presentaba con aire alegre, dándole golpecitos en la espalda:
—Aquí tienen a mi cerdo, fíjense cómo engorda este animal.
Y los campesinos:
—Cómo es de chistoso este pillo de Antonio.
—Te lo vendo César, en tres doblones.
—Te lo compro Antonio, y te invito a comer rellena.
—Yo lo que quiero son las patas.
—Tantéale la barriga, verás que no tiene más que
Y todo el mundo guiñaba el ojo, sin reír muy alto sin embargo, de miedo a que el prusiano adivinara por fin que se burlaban de él. Antonio únicamente, envalentonándose cada vez más, le pellizcaba los muslos gritando:
—Pura grasa.
Le daba golpes en las nalgas gritando:
—Todo eso es tocino.
Lo alzaba en sus brazos de viejo coloso, capaz de levantar un yunque, declarando:
—Pesa seiscientos, y nada se pierde.
Había tomado la costumbre de hacer que le ofrecieran comida a su cerdo en todas partes adon­de entraba con él. Era ése el gran placer, la gran diversión de todos los días.
—Denle lo que quieran, todo se lo traga.
Y  le ofrecían al hombre pan con mantequilla, papas, guiso frío, embutidos, y decían:
—Del suyo, del mejor.
El soldado, estúpido y suave, comía por educa­ción, encantado con estas atenciones. Se enferma­ba por no rehusarse; y en verdad engordaba pues su uniforme ya lo apretaba, lo que le encantaba a San Antonio y le hacía repetir:
—¿Sabes, cerdo mío? Van a tener que hacerte otra jaula.
Se habían vuelto los mejores amigos del mundo y, cuando el viejo iba a hacer sus negocios en los alrededores, el prusiano lo acompañaba por el solo placer de estar con él.
El tiempo era riguroso; helaba; el terrible in­ vierno de i 870 parecía echarle encima a Francia todos los flagelos juntos.
El viejo Antonio, que preparaba las cosas con anticipación y aprovechaba las oportunidades, pre­viendo que le haría falta abono para los trabajos de la primavera, compró el de un vecino que se en­contraba necesitado, y se convino que iría cada noche con su volqueta a buscar una carga de abono.
Cada día, pues, se ponía en camino al acercarse la noche e iba a la granja de los Haules, a media legua de distancia, siempre acompañado de su cer­do. Y cada día era una fiesta alimentar al animal. Toda la región acudía allí como se va, el domingo, a la misa mayor.
El soldado, sin embargo, comenzaba a descon­fiar y, cuando la gente reía demasiado fuerte, mira­ba para todos lados con ojos inquietos en los que a veces se encendía una llama de cólera.
Sucedió que una noche, cuando hubo comido hasta que estuvo satisfecho, rehusó tragar un bo­cado más, y trató de levantarse para partir. Pero San Antonio lo detuvo con un movimiento de la muñeca y, poniéndole sus dos manos poderosas sobre los hombros, lo hizo sentar de nuevo tan duramente que la silla se desplomó por el peso del hombre.
Entonces estalló una alegría tempestuosa; y Antonio, radiante, recogiendo su cerdo, hizo como si lo mimara para que se aliviara; luego declaró:
—¡Ya que no vas a comer, vas a beber, carajo! —y fueron a la taberna a traer aguardiente.
El soldado miraba con ojos malvados: pero sin embargo bebió; bebió tanto como quisieron; y San Antonio bebía igual, para gran dicha de todos los asistentes.
El normando, rojo como un tomate, con la mirada en llamas, llenaba los vasos y los hacía chocar gritando:
—¡A tu salud!
Y el prusiano, sin pronunciar palabra, bogaba una y otra vez grandes tragos de coñac.
¡Era una lucha, una batalla, una revancha! ¡Quién bebería más, carajo! Ni el uno ni el otro podían más cuando se agotó el litro. Pero ninguno de los dos estaba vencido. Se fueron cogidos del brazo, eso fue todo. ¡Habría que volver a empezar al día siguiente!
Salieron vacilantes y se pusieron en camino, al lado de la volqueta de abono que arrastraban lenta­mente dos caballos.
La nieve empezaba a caer, y la noche sin luna se alumbraba tristemente con aquella blancura muerta de las planicies. El frío se apoderaba de los dos hombres aumentando su borrachera, y San Antonio, descontento por no haber triunfado, se divertía empujando el hombro de su cerdo para hacerlo caer en la zanja. El otro evitaba los ataques mediante retiradas y, cada vez, pronunciaba en alemán algunas palabras en tono irritado que hacía reír fuertemente al campesino. Al fin, el prusiano se enojó; y justo en el momento en que Antonio e daba un nuevo empujón, respondió con un puñetazo terrible que hizo vacilar al coloso.
Entonces, inflamado de aguardiente, el viejo agarró al hombre contra su cuerpo, lo sacudió al­gunos segundos como lo habría hecho con un niño pequeño, y lo lanzó con todas sus fuerzas al otro lado del camino. Luego, contento con esta ejecu­ción, cruzó los brazos para reír de nuevo.
Pero el soldado se levantó vivamente, con la cabeza descubierta pues su casco había rodado y, desenvainando su sable, se precipitó sobre el viejo Antonio.
Cuando vio esto, el campesino agarró su fuete por el medio, su gran fuete de acebo, recto, fuerte y dúctil como un nervio de novillo.
El prusiano llegó, con la frente baja, el arma por delante, seguro de matar. Pero el viejo, aga­rrando con la mano la hoja cuya punta iba a hendirle el vientre, apartó y asestó a su enemigo, que se desplomó a sus pies, un golpe seco sobre la sien con la empuñadura del fuete.
Luego, azorado, atontado de asombro miró el cuerpo, primero sacudido de espasmos, después inmóvil boca abajo. Se agachó, le dio vuelta, lo observó durante algún tiempo. El hombre tenía los ojos cerrados; y un hilo de sangre corría de una hendidura al extremo de la frente. A pesar de la noche, el viejo Antonio distinguía la mancha parda de la sangre sobre la nieve.
Se quedó allí, perdiendo la cabeza, mientras que su volqueta seguía avanzando al paso tranquilo de los caballos.
¿Qué iba a hacer? ¡Lo fusilarían! ¡Quemarían su granja, arruinarían la región! ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Cómo esconder el cuerpo, esconder la muerte, engañar a los prusianos? Oyó voces a lo lejos, en el gran silencio de las nieves. Entonces se desesperó y, recogiendo el casco, volvió a cubrir con él a su víctima; luego, agarrándolo por la cin­tura, lo levantó, corrió, alcanzó su carruaje y tiró el cuerpo encima del abono. Una vez en casa, pensaría qué hacer.
Iba a paso lento, devanándose los sesos sin encontrar solución. Se veía, se sentía perdido. Volvió a entrar a su patio. Lina luz brillaba en la buhardilla; su sirvienta no dormía todavía. Enton­ces hizo retroceder vivamente su carruaje hasta el borde del hueco del abono. Pensaba que al derra­mar la carga el cuerpo colocado encima caería debajo, en el fondo del hueco; e hizo inclinar la volqueta.
Como lo había previsto, el hombre quedó ente­rrado debajo del abono. Antonio aplanó el montón con su rastrillo, luego lo plantó en la tierra a un lado. Llamó a su criado, le ordenó meter a los caballos en la caballeriza, y se resguardó en su ha­bitación.
Se acostó, reflexionando siempre en lo que iba a hacer, pero ninguna idea lo iluminaba; su espanto iba creciendo ante la inmovilidad del lecho. ¡Lo fusilarían! Sudaba de miedo; sus dientes se entre chocaban; se levantó tiritando sin poder aguantar más debajo de las sábanas.
Entonces bajó a la cocina, tomó la botella de aguardiente fino del aparador y volvió a subir. Bebió dos grandes vasos seguidos echando una borrachera nueva encima de la vieja, sin calmar la angustia de su alma. ¡La había hecho buena, qué imbécil había sido!
Caminaba ahora de un extremo a otro de la habitación buscando ardides, explicaciones y ma­licias y, de vez en cuando, se enjuagaba la boca con un trago de licor para darle ánimo a su vientre.
Pero no encontraba nada. Absolutamente nada.
Hacia la medianoche, su perro guardián, una especie de medio lobo que él llamaba "Devorador", se puso a aullar con todas sus fuerzas. El viejo Antonio se estremeció hasta los huesos; y cada vez que la bestia volvía a empezar su gemido lúgubre y prolongado, un escalofrío de terror recorría la piel del viejo.
Se había tumbado sobre una silla, con las piernas desgonzadas, alicorado, sin poder más, esperando con ansiedad a que "Devorador" recomenzara su lamento, y sacudido por todos los sobresaltos con los cuales el terror hace vibrar nuestros nervios.
El reloj de la planta baja dio las cinco de la mañana. El perro no callaba. El campesino se vol­vía loco. Se levantó para soltar al perro, para no oírlo más. Descendió, abrió la puerta, avanzó en la noche.
La nieve seguía cayendo. Todo estaba blanco.
Los edificios de la granja formaban grandes man­chas negras. El hombre se acercó a la perrera. El perro tiraba de la cadena. Lo soltó. Entonces "De­vorador" dio un brinco, luego se quedó quieto, con el pelo erizado, las patas tiesas, los colmillos al aire, la nariz vuelta hacia el hueco del abono.
San Antonio, temblando de la cabeza a los pies, balbuceó:
—¿Qué te pasa, gozque mugroso? —y avanzó algunos pasos escudriñando con los ojos la sombra indecisa, la sombra apagada del patio.
¡Entonces vio una forma, una forma de hombre sentado sobre su abono!
Miró aquello, inmovilizado de horror y jadean­do. Pero, de repente, descubrió junto a él el mango de su rastrillo clavado en tierra; lo arrancó del suelo; y en uno de esos arranques de miedo que vuelven temerarios a los más cobardes, se abalanzó hacia adelante, para ver.
Era su prusiano que salía cubierto de fango de su lecho de basura donde se había vuelto a calentar, a reanimar. Se había sentado maquinalmente y se había quedado allí, bajo la nieve que lo empolvaba, manchado de mugre y de sangre, todavía embo­tado por la borrachera, atontado por el golpe, extenuado por su herida.
Alcanzó a ver a Antonio y, demasiado embru­tecido como para comprender nada, hizo un movi­miento para levantarse. Pero el viejo, apenas lo reconoció, se puso a espumar como una bestia enfurecida. Mascullía:
—¡Ah! ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡No estás muerto! Me vas a denunciar, ahora... ¡Espera, espera!
Y, lanzándose contra el alemán, echó hacia ade­lante con todo el vigor de sus dos brazos su rastrillo alzado como una lanza, y le clavó hasta el mango las cuatro puntas de hierro en el pecho.
El soldado se dejó caer sobre la espalda lanzan­do un largo suspiro de muerte, mientras que el viejo campesino, retirando su arma de las heridas, volvía a hundirla una y otra vez en el vientre, en el estómago, en la garganta, golpeando como un loto, abriéndole agujeros de la cabeza a los pies al cuerpo palpitante cuya sangre huía a grandes bor­botones.
Después se detuvo, sin aliento por la violencia de su tarea, aspirando el aire a grandes bocanadas, calmado por el crimen cometido.
Entonces, como los gallos cantaban en los galli­neros y como el día iba a apuntar, se puso a la tarea de sepultar al hombre.
Abrió una cavidad en el abono, encontró la tierra, cavó aún más trabajando de manera desor­denada, en una exaltación de fuerza, con movi­mientos furiosos de los brazos y de todo el cuerpo.
Cuando la fosa estuvo lo suficientemente hon­da, hizo rodar dentro al cadáver empujándolo con el rastrillo; volvió a echar la tierra encima, la pisoteó largo rato, puso en su puesto el abono, y sonrió al ver que la nieve espesa completaba su tarea, y cubría los huellas con su velo blanco.
Luego volvió a enterrar su rastrillo en el montón de abono y entró en la casa. Su botella medio llena de aguardiente estaba aún sobre la mesa. La vació sin respirar, se echó sobre el lecho, y se durmió profundamente.
Despertó sobrio, con el espíritu calmado y dispuesto, capaz de juzgar el caso y de prever los acontecimientos.
Al cabo de una hora, andaba por toda la región pidiendo noticias de su soldado. Fue a buscar a los oficiales para saber, decía él, por qué le habían retirado su hombre.
Como conocían su relación, no sospecharon de él;  y él mismo dirigió la búsqueda afirmando que el prusiano se iba todas las noches a conquistar mujeres.
Un viejo gendarme retirado, dueño de una posada en la aldea vecina y que tenía una hija bonita, fue detenido y fusilado.






FIN 
DE «SAN ANTONIO»

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