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Próximamente opiniones más o menos contundentes desde una visión bastante particular.
 
viernes, 3 de agosto de 2012

Enemigos - Amigos Tim O'Brien

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ENEMIGOS
TIM O’BRIEN





Secuencia de la novela Las cosas que llevaban los hombres que pelearon. 







        Una mañana de fines de julio, mientras estábamos de patrulla cerca de la LZ (zona de aterrizaje) Gator, Lee Strunk y Dave Jensen empezaron a pelear a puñetazos. Era por algo estúpido —una navaja de bolsillo que faltaba— pero aun así la pelea era feroz. Por cierto tiempo hubo un toma y daca, pero Dave Jensen era mucho más corpulento y más fuerte, y pronto envolvió un brazo alrededor del cuello de Strunk y lo obligó a doblarse hacia abajo y lo siguió golpeando en la nariz. Le pegaba fuerte. Y no se detuvo. La nariz de Strunk hizo un brusco sonido quebrado, como un cohete, pero inclusa entonces Jensen siguió golpeándolo, una y otra vez, rápidos puñetazos rígidos que no erraban. Tuvimos que ser tres para apartarlo. Cuando terminó, tuvieron que llevar a Strunk en helicóptero a la retaguardia, donde le arreglaron la nariz, y dos días después se reunió con nosotros llevando una tablilla metálica y montones de gasa.
En otras circunstancias podría haber terminado allí. Pero aquello era Vietnam, donde los tipos llevaban armas, y Dave Jensen empezó a preocuparse. Pero el problema estaba en su cabeza. No hubo amenazas, ni votos de venganza, sólo una tensión silenciosa entre ellos que hacía que Jensen tomara pre­cauciones especiales. Cuando iba de patrulla tenía el cuidado de fijarse bien por dónde andaba Strunk. Cavaba su trinchera individual en el extremo más alejado del perímetro; mantenía la espalda cubierta; evitaba situaciones que pudieran dejarlos a los dos a solas. Poco a poco, después de una semana así, la tirantez empezó a crear problemas. Jensen no podía relajarse. Era como combatir en dos guerras distintas, decía. No había terreno seguro: enemigos en todas partes. Ni frente ni reta­guardia. Por la noche le costaba dormir —una sensación asus­tadiza—, siempre en guardia, oyendo ruidos extraños en la oscuridad, imaginando que una granada rodaba dentro de su trinchera o la punta de un cuchillo le tocaba la oreja. La distin­ción entre buenos y malos desapareció para él. Incluso en momentos de seguridad relativa, mientras el resto de nosotros se lo tomaba con calma, Jensen se quedaba sentado con la espalda contra un muro de piedra, el arma cruzada sobre las rodillas, vigilando a Lee Strunk con ojos rápidos, nerviosos. Por último llegó al punto en que perdió el control. Algo debe de haber estallado. Una tarde empezó a disparar el arma al aire, aullando el nombre de Strunk, sólo disparando y aullan­do, y no se detuvo hasta que descargó una carga entera de munición. Estábamos todos pegados al suelo. Nadie tenía el valor de acercarse a él. Jensen empezó a recargar, pero entonces de pronto se dejó caer sentado y se agarró la cabeza con las manos y no se movió. Durante dos o tres horas se quedó sencillamente sentado allí.
Pero eso no fue la parte extraña.
Porque más tarde esa misma noche pidió prestada una pistola, la aferró por el tambor, y la usó como un martillo para quebrarse la propia nariz.
Después cruzó el perímetro hasta la trinchera de Lee Strunk. Le mostró lo que había hecho y le preguntó si todo estaba arreglado entre ellos.
Strunk asintió y dijo que todo estaba arreglado.
Pero por la mañana Lee Strunk no podía parar de reírse.
—El tipo está loco —decía—. Yo le robé la podrida navaja del bolsillo.


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AMIGOS
TIM O’BRIEN



Secuencia de la novela Las cosas que llevaban los hombres que pelearon.








Dave Jensen y Lee Strunk no se convirtieron en com­pinches al instante, pero aprendieron a confiar el uno en el otro. En el mes siguiente a menudo iban juntos en las embos­cadas. Se cubrían entre sí en las patrullas, compartían una trinchera, se turnaban para hacer guardia de noche. A fines de agosto hicieron el pacto de que si uno de los dos quedaba totalmente jodido —una herida como para silla de ruedas— el otro automáticamente encontraría el modo de liquidarlo. Por lo que puedo decir hablaban en serio. Lo dejaron asentado en un papel, firmando y pidiéndoles a un par de tipos que hicie­ran de testigos. Y entonces en octubre Lee Strunk pisó una ronda de mortero puesta de trampa. Le arrancó la pierna derecha hasta la rodilla. Logró dar un curioso medio pasito, como un salto, después se inclinó de lado y cayó: Oh, maldición, dijo. Siguió diciéndolo por un tiempo. Maldición, oh, maldición, como si hubiese perdido un dedo del pie. Después cayó en el pánico. Trató de levantarse y correr, pero no le quedaba nada con que correr. Cayó con fuerza. El muñón de la pierna derecha se crispaba convulsivo. Había astillas de hueso, y la sangre brotaba en chorros rápidos como el agua de una bomba. Strunk parecía atontado. Bajó la mano como para masajearse la pierna faltante, después se desmayó, y el Rata Kiley le hizo un torniquete y le administró morfina y le metió plasma.No quedaba mucho por hacer, salvo esperar el sueltapolvo. Después de que aseguramos una LZ, Dave Jensen fue y se arrodilló junto a Strunk. Ahora el muñón había dejado de crisparse. Durante cierto tiempo hubo dudas acerca de si Strunk seguía vivo, pero después abrió los ojos y los alzó hacia Dave Jensen.
—Oh, Jesús —dijo, y gimió, y trató de apartarse deslizándose y dijo—: Jesús, viejo, no me mates.
—Tranquilo —dijo Jensen.
Lee Strunk parecía mareado y confundido. Se quedó ten­dido por un segundo y después hizo un gesto hacia la pierna:
—En realidad no es tan malo. No es terrible. Eh, en serio... pueden volver a cosérmela... en serio.
—Es cierto. Apuesto a que pueden.
—¿Lo crees?
—Por supuesto que sí.
Strunk frunció el entrecejo hacia el cielo. Volvió a des­mayarse, después despertó y dijo:
—No me mates.
—No lo haré —dijo Jensen.
—Hablo en serio.
—Por supuesto.
—Pero tienes que prometerlo. Júramelo: jura que no me matarás.
Jensen asintió y dijo:
—Lo juro —y un momento después llevamos a Strunk al helicóptero. Jensen tendió la mano y tocó la pierna buena—: Ahora vamos —dijo.
Más tarde nos enteramos de que Strunk murió en algún sitio sobre Chu Lai, lo que pareció aliviar a Dave Jensen de un peso enorme.



FIN DE 
LA SECUENCIA


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miércoles, 18 de julio de 2012

San Antonio - Guy de Maupassant

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SAN ANTONIO
GUY DE MAUPASSANT






Lo llamaban San Antonio porque se llamaba Antonio, y también porque era vividor, gozoso, bromista; comía y bebía prodigiosamente, y era un vigoroso perseguidor de sirvientas a pesar de que tenía más de sesenta años.
Era un campesino acomodado de la región de Caux, colorado, ancho de pecho y de vientre, y encaramado en largas piernas que parecían dema­siado flacas para la amplitud del cuerpo.
Viudo, vivía solo con su sirvienta y sus dos cria­dos en su granja que dirigía como un viejo astuto, cuidadoso de sus intereses, entendido en los nego­cios, en la cría de ganado y en el cultivo de sus tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados ven­tajosamente, vivían en los alrededores y venían una vez al mes a comer con el padre. Su vigor era céle­bre en toda la región; se decía, a la manera de un proverbio: Es fuerte como San Antonio.
Cuando llegó la invasión prusiana, San Antonio, en la taberna, prometía devorarse un ejército por­que era hablador  como un  verdadero normando, un poco cobarde y fanfarrón. Golpeaba con el puño sobre la mesa de madera que saltaba haciendo bailar las tazas y las pequeñas copas, y gritaba con la cara roja y el ojo socarrón, con una cólera falsa de vividor: "Voy a tenerme que devorar algunos, sí señor".
Contaba con que los prusianos no llegarían hasta Tanneville. Pero cuando supo que estaban en Rautot no volvió a salir de la casa y atisbaba sin cesar la carretera por la pequeña ventana de su cocina, esperando a cada instante ver pasar unas bayonetas.
Una mañana, cuando tomaba la sopa con sus servidores, la puerta se abrió y el alcalde de la co­muna, el abogado Chicot, apareció seguido de un soldado tocado con un casco negro con punta de cobre. San Antonio se levantó de un salto; su gente lo miraba como esperando verlo agarrar al prusia­no; pero se contentó con estrechar la mano del alcalde, quien le dijo:
—Aquí te traigo uno, San Antonio. Llegaron esta noche. Sobre todo no vayas a hacer estupideces, porque hablan de fusilar y de quemar todo si llega a ocurrir la menor cosa. Ya estás prevenido. Dale de comer; parece un buen muchacho. Buenas no­ches, me voy adonde los otros. Hay para todo el mundo —y salió.
El viejo Antonio, que se había puesto muy pá­lido, miró a su prusiano. Era un muchacho gordo de piel blanca, con los ojos azules, el pelo rubio, barbado hasta los pómulos; parecía idiota, tímido y buen muchacho. El astuto normando lo adivinó inmediatamente y, ya más seguro, le hizo seña de que se sentara. Luego le preguntó:
—¿Desea tomar sopa?
El extranjero no comprendió. Antonio tuvo entonces un lance audaz y, poniéndole bajo la nariz un plato lleno, le dijo:
—Toma, trágate eso, cerdo gordo.
El soldado respondió:
—Ya —y se puso a comer golosamente mientras el granjero, triunfante, sintiendo que había recon­quistado su reputación, guiñaba el ojo a sus sirvien­tes que hacían muecas extrañas, pues sentían al mismo tiempo un gran miedo y ganas de reír.
Cuando el prusiano terminó de tragarse su pla­to de sopa, San Antonio le sirvió otro que también hizo desaparecer; pero rehusó el tercero que el granjero quería hacerle comer por la fuerza repi­tiendo:
—Bueno, métete eso en la barriga. Vas a engor­dar o me dirás por qué, me oyes, cerdo mío.
Y el soldado, comprendiendo solamente que querían hacerlo comer hasta reventar, reía con aire contento y hacía señas de que ya estaba lleno.
Entonces, San Antonio, ya con toda familiari­dad, le dio unos golpecitos en el vientre gritando:
—Está llena la panza de mi cerdo.
Pero de repente, enrojeciendo violentamente v sin poder hablar, se retorció. Una idea que lo hacía ahogar de risa se le ocurrió:
—Eso es, eso es, San Antonio y su cerdo. Este es mi cerdo —y los tres sirvientes estallaron a su vez.
El viejo estaba tan contento que hizo traer aguardiente, del bueno, quintaesenciado, y le ofre­ció a todo el mundo. Chocaron los vasos con el prusiano, que hizo ruidos halagadores con la len­gua para indicar que aquello le parecía maravilloso. Y San Antonio le gritaba en las narices:
—Eh, éste es del bueno. ¿No tomas de éste en tu casa, cerdo mío?
Desde entonces el viejo Antonio no volvió a salir sin su prusiano. Había encontrado así lo que quería: era su venganza personal, su venganza de viejo astuto. Y toda la región, que se moría de miedo, reía hasta ahogarse a espaldas de los ven­cedores, de la broma de San Antonio. Verdadera­mente en cuanto a chanzas no tenía igual. Era el único que podía inventar cosas como ésa. ¡Qué pillo, caramba!
Se iba donde los vecinos todos los días por la tarde, del brazo de su alemán, al que presentaba con aire alegre, dándole golpecitos en la espalda:
—Aquí tienen a mi cerdo, fíjense cómo engorda este animal.
Y los campesinos:
—Cómo es de chistoso este pillo de Antonio.
—Te lo vendo César, en tres doblones.
—Te lo compro Antonio, y te invito a comer rellena.
—Yo lo que quiero son las patas.
—Tantéale la barriga, verás que no tiene más que
Y todo el mundo guiñaba el ojo, sin reír muy alto sin embargo, de miedo a que el prusiano adivinara por fin que se burlaban de él. Antonio únicamente, envalentonándose cada vez más, le pellizcaba los muslos gritando:
—Pura grasa.
Le daba golpes en las nalgas gritando:
—Todo eso es tocino.
Lo alzaba en sus brazos de viejo coloso, capaz de levantar un yunque, declarando:
—Pesa seiscientos, y nada se pierde.
Había tomado la costumbre de hacer que le ofrecieran comida a su cerdo en todas partes adon­de entraba con él. Era ése el gran placer, la gran diversión de todos los días.
—Denle lo que quieran, todo se lo traga.
Y  le ofrecían al hombre pan con mantequilla, papas, guiso frío, embutidos, y decían:
—Del suyo, del mejor.
El soldado, estúpido y suave, comía por educa­ción, encantado con estas atenciones. Se enferma­ba por no rehusarse; y en verdad engordaba pues su uniforme ya lo apretaba, lo que le encantaba a San Antonio y le hacía repetir:
—¿Sabes, cerdo mío? Van a tener que hacerte otra jaula.
Se habían vuelto los mejores amigos del mundo y, cuando el viejo iba a hacer sus negocios en los alrededores, el prusiano lo acompañaba por el solo placer de estar con él.
El tiempo era riguroso; helaba; el terrible in­ vierno de i 870 parecía echarle encima a Francia todos los flagelos juntos.
El viejo Antonio, que preparaba las cosas con anticipación y aprovechaba las oportunidades, pre­viendo que le haría falta abono para los trabajos de la primavera, compró el de un vecino que se en­contraba necesitado, y se convino que iría cada noche con su volqueta a buscar una carga de abono.
Cada día, pues, se ponía en camino al acercarse la noche e iba a la granja de los Haules, a media legua de distancia, siempre acompañado de su cer­do. Y cada día era una fiesta alimentar al animal. Toda la región acudía allí como se va, el domingo, a la misa mayor.
El soldado, sin embargo, comenzaba a descon­fiar y, cuando la gente reía demasiado fuerte, mira­ba para todos lados con ojos inquietos en los que a veces se encendía una llama de cólera.
Sucedió que una noche, cuando hubo comido hasta que estuvo satisfecho, rehusó tragar un bo­cado más, y trató de levantarse para partir. Pero San Antonio lo detuvo con un movimiento de la muñeca y, poniéndole sus dos manos poderosas sobre los hombros, lo hizo sentar de nuevo tan duramente que la silla se desplomó por el peso del hombre.
Entonces estalló una alegría tempestuosa; y Antonio, radiante, recogiendo su cerdo, hizo como si lo mimara para que se aliviara; luego declaró:
—¡Ya que no vas a comer, vas a beber, carajo! —y fueron a la taberna a traer aguardiente.
El soldado miraba con ojos malvados: pero sin embargo bebió; bebió tanto como quisieron; y San Antonio bebía igual, para gran dicha de todos los asistentes.
El normando, rojo como un tomate, con la mirada en llamas, llenaba los vasos y los hacía chocar gritando:
—¡A tu salud!
Y el prusiano, sin pronunciar palabra, bogaba una y otra vez grandes tragos de coñac.
¡Era una lucha, una batalla, una revancha! ¡Quién bebería más, carajo! Ni el uno ni el otro podían más cuando se agotó el litro. Pero ninguno de los dos estaba vencido. Se fueron cogidos del brazo, eso fue todo. ¡Habría que volver a empezar al día siguiente!
Salieron vacilantes y se pusieron en camino, al lado de la volqueta de abono que arrastraban lenta­mente dos caballos.
La nieve empezaba a caer, y la noche sin luna se alumbraba tristemente con aquella blancura muerta de las planicies. El frío se apoderaba de los dos hombres aumentando su borrachera, y San Antonio, descontento por no haber triunfado, se divertía empujando el hombro de su cerdo para hacerlo caer en la zanja. El otro evitaba los ataques mediante retiradas y, cada vez, pronunciaba en alemán algunas palabras en tono irritado que hacía reír fuertemente al campesino. Al fin, el prusiano se enojó; y justo en el momento en que Antonio e daba un nuevo empujón, respondió con un puñetazo terrible que hizo vacilar al coloso.
Entonces, inflamado de aguardiente, el viejo agarró al hombre contra su cuerpo, lo sacudió al­gunos segundos como lo habría hecho con un niño pequeño, y lo lanzó con todas sus fuerzas al otro lado del camino. Luego, contento con esta ejecu­ción, cruzó los brazos para reír de nuevo.
Pero el soldado se levantó vivamente, con la cabeza descubierta pues su casco había rodado y, desenvainando su sable, se precipitó sobre el viejo Antonio.
Cuando vio esto, el campesino agarró su fuete por el medio, su gran fuete de acebo, recto, fuerte y dúctil como un nervio de novillo.
El prusiano llegó, con la frente baja, el arma por delante, seguro de matar. Pero el viejo, aga­rrando con la mano la hoja cuya punta iba a hendirle el vientre, apartó y asestó a su enemigo, que se desplomó a sus pies, un golpe seco sobre la sien con la empuñadura del fuete.
Luego, azorado, atontado de asombro miró el cuerpo, primero sacudido de espasmos, después inmóvil boca abajo. Se agachó, le dio vuelta, lo observó durante algún tiempo. El hombre tenía los ojos cerrados; y un hilo de sangre corría de una hendidura al extremo de la frente. A pesar de la noche, el viejo Antonio distinguía la mancha parda de la sangre sobre la nieve.
Se quedó allí, perdiendo la cabeza, mientras que su volqueta seguía avanzando al paso tranquilo de los caballos.
¿Qué iba a hacer? ¡Lo fusilarían! ¡Quemarían su granja, arruinarían la región! ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Cómo esconder el cuerpo, esconder la muerte, engañar a los prusianos? Oyó voces a lo lejos, en el gran silencio de las nieves. Entonces se desesperó y, recogiendo el casco, volvió a cubrir con él a su víctima; luego, agarrándolo por la cin­tura, lo levantó, corrió, alcanzó su carruaje y tiró el cuerpo encima del abono. Una vez en casa, pensaría qué hacer.
Iba a paso lento, devanándose los sesos sin encontrar solución. Se veía, se sentía perdido. Volvió a entrar a su patio. Lina luz brillaba en la buhardilla; su sirvienta no dormía todavía. Enton­ces hizo retroceder vivamente su carruaje hasta el borde del hueco del abono. Pensaba que al derra­mar la carga el cuerpo colocado encima caería debajo, en el fondo del hueco; e hizo inclinar la volqueta.
Como lo había previsto, el hombre quedó ente­rrado debajo del abono. Antonio aplanó el montón con su rastrillo, luego lo plantó en la tierra a un lado. Llamó a su criado, le ordenó meter a los caballos en la caballeriza, y se resguardó en su ha­bitación.
Se acostó, reflexionando siempre en lo que iba a hacer, pero ninguna idea lo iluminaba; su espanto iba creciendo ante la inmovilidad del lecho. ¡Lo fusilarían! Sudaba de miedo; sus dientes se entre chocaban; se levantó tiritando sin poder aguantar más debajo de las sábanas.
Entonces bajó a la cocina, tomó la botella de aguardiente fino del aparador y volvió a subir. Bebió dos grandes vasos seguidos echando una borrachera nueva encima de la vieja, sin calmar la angustia de su alma. ¡La había hecho buena, qué imbécil había sido!
Caminaba ahora de un extremo a otro de la habitación buscando ardides, explicaciones y ma­licias y, de vez en cuando, se enjuagaba la boca con un trago de licor para darle ánimo a su vientre.
Pero no encontraba nada. Absolutamente nada.
Hacia la medianoche, su perro guardián, una especie de medio lobo que él llamaba "Devorador", se puso a aullar con todas sus fuerzas. El viejo Antonio se estremeció hasta los huesos; y cada vez que la bestia volvía a empezar su gemido lúgubre y prolongado, un escalofrío de terror recorría la piel del viejo.
Se había tumbado sobre una silla, con las piernas desgonzadas, alicorado, sin poder más, esperando con ansiedad a que "Devorador" recomenzara su lamento, y sacudido por todos los sobresaltos con los cuales el terror hace vibrar nuestros nervios.
El reloj de la planta baja dio las cinco de la mañana. El perro no callaba. El campesino se vol­vía loco. Se levantó para soltar al perro, para no oírlo más. Descendió, abrió la puerta, avanzó en la noche.
La nieve seguía cayendo. Todo estaba blanco.
Los edificios de la granja formaban grandes man­chas negras. El hombre se acercó a la perrera. El perro tiraba de la cadena. Lo soltó. Entonces "De­vorador" dio un brinco, luego se quedó quieto, con el pelo erizado, las patas tiesas, los colmillos al aire, la nariz vuelta hacia el hueco del abono.
San Antonio, temblando de la cabeza a los pies, balbuceó:
—¿Qué te pasa, gozque mugroso? —y avanzó algunos pasos escudriñando con los ojos la sombra indecisa, la sombra apagada del patio.
¡Entonces vio una forma, una forma de hombre sentado sobre su abono!
Miró aquello, inmovilizado de horror y jadean­do. Pero, de repente, descubrió junto a él el mango de su rastrillo clavado en tierra; lo arrancó del suelo; y en uno de esos arranques de miedo que vuelven temerarios a los más cobardes, se abalanzó hacia adelante, para ver.
Era su prusiano que salía cubierto de fango de su lecho de basura donde se había vuelto a calentar, a reanimar. Se había sentado maquinalmente y se había quedado allí, bajo la nieve que lo empolvaba, manchado de mugre y de sangre, todavía embo­tado por la borrachera, atontado por el golpe, extenuado por su herida.
Alcanzó a ver a Antonio y, demasiado embru­tecido como para comprender nada, hizo un movi­miento para levantarse. Pero el viejo, apenas lo reconoció, se puso a espumar como una bestia enfurecida. Mascullía:
—¡Ah! ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡No estás muerto! Me vas a denunciar, ahora... ¡Espera, espera!
Y, lanzándose contra el alemán, echó hacia ade­lante con todo el vigor de sus dos brazos su rastrillo alzado como una lanza, y le clavó hasta el mango las cuatro puntas de hierro en el pecho.
El soldado se dejó caer sobre la espalda lanzan­do un largo suspiro de muerte, mientras que el viejo campesino, retirando su arma de las heridas, volvía a hundirla una y otra vez en el vientre, en el estómago, en la garganta, golpeando como un loto, abriéndole agujeros de la cabeza a los pies al cuerpo palpitante cuya sangre huía a grandes bor­botones.
Después se detuvo, sin aliento por la violencia de su tarea, aspirando el aire a grandes bocanadas, calmado por el crimen cometido.
Entonces, como los gallos cantaban en los galli­neros y como el día iba a apuntar, se puso a la tarea de sepultar al hombre.
Abrió una cavidad en el abono, encontró la tierra, cavó aún más trabajando de manera desor­denada, en una exaltación de fuerza, con movi­mientos furiosos de los brazos y de todo el cuerpo.
Cuando la fosa estuvo lo suficientemente hon­da, hizo rodar dentro al cadáver empujándolo con el rastrillo; volvió a echar la tierra encima, la pisoteó largo rato, puso en su puesto el abono, y sonrió al ver que la nieve espesa completaba su tarea, y cubría los huellas con su velo blanco.
Luego volvió a enterrar su rastrillo en el montón de abono y entró en la casa. Su botella medio llena de aguardiente estaba aún sobre la mesa. La vació sin respirar, se echó sobre el lecho, y se durmió profundamente.
Despertó sobrio, con el espíritu calmado y dispuesto, capaz de juzgar el caso y de prever los acontecimientos.
Al cabo de una hora, andaba por toda la región pidiendo noticias de su soldado. Fue a buscar a los oficiales para saber, decía él, por qué le habían retirado su hombre.
Como conocían su relación, no sospecharon de él;  y él mismo dirigió la búsqueda afirmando que el prusiano se iba todas las noches a conquistar mujeres.
Un viejo gendarme retirado, dueño de una posada en la aldea vecina y que tenía una hija bonita, fue detenido y fusilado.






FIN 
DE «SAN ANTONIO»

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sábado, 7 de julio de 2012

Micromegas - Voltaire

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MICROMEGAS
VOLTAIRE




ADVERTENCIA
Esta novela puede considerarse como una imitación de Gulliver y hay en ella
varias alusiones. E1 enano de Saturno es M. de Fontenelle de quien habló mal
Voltaire, como de casi todos los grandes escritores de su tiempo, nacionales y
extranjeros


Una historia Filosófica


CAPÍTULO I


VIAJE DE UN MORADOR DEL MUNDO DE LA ESTRELLA SIRIO AL PLANETA SATURNO





Había en uno de los planetas que giran en torno de la estrella lla­mada Sirio, un mozo de mucho ta­lento, a quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas, nombre que cae perfectamente a todo ser gran­de. Tenía ocho leguas de alto, quie­ro decir veinticuatro mil pasos geo­métricos de cinco pies de rey.
Algún algebrista, casta de gente muy útil al público, tomará a este paso de mi historia la pluma y calculará que teniendo el señor Micromegas, morador del país de Sirio, desde la planta de los pies al colodrillo veinticuatro mil pasos, que hacen ciento veinte mil pies de rey, y nosotros ciudadanos de la tierra no pasando por lo común de cinco pies, y teniendo nuestro globo nueve mil leguas de circunferencia, es absolutamente indispensable que el planeta donde nació nuestro héroe tenga cabalmente veintiún millones y seiscientas mil veces más de circunferencia que nuestra tierra. Pues no hay cosa más común ni más natural; y los Estados de ciertos principillos de Alemania o de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con la Turquía, la Rusia, o la China, son una imagen, todavía muy distante de las prodigiosas diferencias que ha establecido la naturaleza entre los seres.

Es la estatura de su excelencia la que llevamos dicha, de donde colegirán todos nuestros pintores y escultores, que su cuerpo podía tener unos cincuenta mil pies de rey de circunferencia, porque es muy bien proporcionado. Su entendimiento es de los más perspicaces que se puedan ver; sabe una multitud de cosas, y algunas ha inventado: apenas rayaba en los doscientos cincuenta años, cuando siendo estudiante en el colegio de jesuítas de su planeta, como se estila allí, adivinó por la fuerza de su inteligencia más de cincuenta proposiciones de Euclides, que son dieciocho más que hizo Blas Pascal, el cual habiendo adivinado, según dice su hermana, treinta y dos jugando, llegó a ser, andando los años, harto mediano geómetra y malísimo metafísico1. De edad de cuatrocientos cincuenta años, que no hacía más que salir de la niñez, disecó unos insectos muy chicos que no llegaban a cien pies de diámetro, y se escondían a los microscopios ordinarios, y compuso acerca de ellos un libro muy curioso, pero que le trajo no pocos disgustos. El muftí de su país, no menos cosquilloso que ignorante, encontró en su libro proposiciones sospechosas, mal sonantes, temerarias, heréticas, o que olían a herejía, y le persiguió de muerte; tratábase de saber si la forma sustancial de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles. Defendióse con mucha sal Micromegas: se declararon las mujeres en su favor, aunque al cabo de doscientos veinte años que había durado el pleito, hizo el rnuftí condenar el libro por calificadores que ni le habían leído, ni sabían leer, y fue desterrado de la corte el autor por tiempo de ochocientos años. 
No le afligió mucho el salir de una corte llena de enredos y chismes. Compuso unas décimas muy graciosas contra el muftí, que a éste no le importaron un bledo, y se dedicó a viajar de planeta en planeta, para acabar de perfeccionar su razón y su corazón, como dicen. Los que están acostumbrados a caminar en coche de colleras, o en silla de posta, se pasmarían de los carruajes de allá arriba porque nosotros, en nuestra pelota de cieno no entendemos de otros estilos que los nuestros. Sabía completamente las leyes de la gravitación y de las fuerzas atractivas y repulsivas nuestro caminante, y se valía de ellas con tanto acierto que, ora mentado en un rayo del sol, ora cabalgando en un cometa andaban de globo en globo él y sus sirvientes, lo mismo que revolotea un pajarillo de rama en rama. En poco tiempo hubo corrido la vía láctea; y siento tener que confesar que nunca pudo columbrar, por entre las estrellas de que está sembrada, aquel hermosísimo cielo empíreo que con su anteojo de larga vista descubrió el ilustre Derham, teniente cura." No digo yo por eso que no lo haya visto muy bien el señor Derham; Dios me libre de cometer tamaño yerro; mas al cabo Micromegas se hallaba en el país, era un excelente observador, y yo no quiero contradecir a nadie.
Después de muchos viajes llegó un día Micromegas al globo de Saturno, y si bien estaba acostum brado a ver cosas nuevas, todavía le paró confuso la pequeñez de aquel planeta y de sus moradores, y no pudo menos de soltar aquella sonrisa de superioridad que los más cuerdos no pueden contener a veces. Verdad es que no es Saturno más grande que novecientas veces la tierra, y los habitadores del país son enanos de unas dos mil varas, con corta diferencia de estatura. Rióse al principio de ellos con sus criados, como hace un músico italiano de la música de Lulli, cuando viene a Francia; mas era el sirio hombre de razón, y presto reconocióque podía muy bien un ser que piensa no tener nada de ridículo, aunque no pasara de seis mil pies su estatura. Acostumbróse a los saturninos, después de haberlos pasmado, y se hizo íntimo amigo del secretario de la Academia de Saturno, hombre de mucho talento, que a la verdad nada había inventado, pero que daba muy lindamente cuenta de las invenciones de los demás, y que hacía regularmente coplas chicas y cálculos grandes. Pendré aquí, para satisfacción de mis lectores, una conversación muy extraña que con el señor secretario tuvo un día Micromegas.



CAPÍTULO II

CONVERSACIÓN DEL MORADOR DE SIRIO CON EL  DE SATURNO





Acostóse su excelencia, acercóse a su rostro el secretario, y dijo Micromegas:
Confesemos que es muy varia la naturaleza.
Verdad es dijo el saturnino; es la naturaleza como un jardín, cuyas flores...
—¡Ah! dijo el otro. Dejáos de jardinerías.
Pues es siguió el secretario como una reunión de rubias y pelinegras, cuyos atavíos...
—¿Qué me importan vuestras pelinegras? interrumpió el otro.
O bien como una galería de cuadros, cuyas imágenes...
No, señor, no replicó el caminante; la naturaleza es como la naturaleza. ¿A qué diablos andáis buscando esas comparaciones?
Para recrearos respondió el secretario.
No quiero que me recreen; lo que, quiero es que me instruyan repuso el caminante. Decidme lo primero cuántos sentidos tienen los hombres de vuestro globo. Nada más que setenta y dos -dijo el académico, y todos los días nos lamentamos de tanta escasez; que nuestra imaginación se deja atrás nuestras necesidades, y nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro ánulo y nuestras cinco lunas, no tenemos lo suficiente; y es cierto que, no obstante nuestra mucha curiosidad y las pasiones que de nuestros setenta y dos sentidos son hitas, nos sobra tiempo para aburrirnos.Bien lo creo dijo Micromegas, porque en nuestro globo tenemos cerca de mil sentidos y todavía nos quedan no sé qué vagos deseos, no sé qué inquietud que sin cesar nos avisa que somos chica cosa, y que hay otros seres mucho más perfectos. He hecho algunos viajes, y he visto otros mortales muy inferiores a nosotros, y otros que nos son muy superiores; mas ninguno he visto que no tenga más deseos que verdaderas necesidades y más necesidades que satisfacciones. Acaso llegaré un día a un país donde nada haga falta; pero, hasta ahora, no he podido saber de tal país.
Echáronse entonces a formar conjeturas el saturnino y el sirio; pero, después de muchos raciocinios no menos ingeniosos que inciertos, fue forzoso volver a sentar hechos.
—¿Cuánto tiempo vivís? dijo el sirio.
—¡Ah, muy poco! replicó el hombrecillo de Saturno.
Lo mismo sucede en nuestro país dijo el sirio. Menester es que sea ésta ley universal de la naturaleza; siempre nos estamos quejando de la cortedad de la vida.
—¡Ay! Nuestra vida dijo el saturnino se ciñe a quinientas revoluciones solares (que vienen a ser quince mil años, o cerca de ellas contando como nosotros). Ya veis que eso es morirse casi así que uno nace: es nuestra existencia un punto, nuestra vida un momento, nuestro globo un átomo, y apenas empieza uno a instruirse algo, cuando lo arrebata la muerte, antes de adquirir experiencia. Yo por mí no me atrevo a formar proyecto ninguno, y me encuentro como la gota de agua en el inmenso océano, y lo que más sonrojo me causa en vuestra presencia, es contemplar cuán ridícula figura hago en este mundo.
Replicóle Micromegas:
Si no fuerais filósofo tendría recelo de desconsolaros diciéndoos que es nuestra vida setecientas veces más dilatada que la vuestra; pero bien sabéis que cuando uno ha de restituir su cuerpo a los elementos y reanimar bajo distinta forma la naturaleza (que es lo que llaman morir), cuando es llegado, digo, este momento de metamorfosis, poco importa haber vivido una eternidad o un día sólo, que uno v otro es lo mismo. Yo he estado en países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que todavía se quejaban; pero en todas partes se encuentran sujetos de razón, que saben resignarse y dar gracias al Autor de la naturaleza, el cual, con una especie de maravillosa uniformidad, ha esparcido en el universo las variedades con una profusión infinita. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y todos se parecen en el don de pensar y desear. En todas partes es la materia extensa, pero en cada globo tiene propiedades distintas. ¿Cuántas de estas propiedades tiene vuestra materia?
Si habláis de las propiedades sin las cuales creemos que no pudiera subsistir nuestro globo como él es dijo el saturnino, pasan de trescientas; conviene, a saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etcétera.

Sin duda replicó el caminante que basta ese corto número para el plan del Creador en vuestra estrecha habitación, y en todas cosas adoro su sabiduría, porque si en todas veo diferencias, también contemplo en todas proporciones. Vuestro globo es chico, y también lo son sus moradores; tenéis pocas sensaciones, y goza vuestra materia de pocas propiedades: todo eso es disposición de la Providencia. ¿De qué color es vuestro sol bien examinado?

Blanco muy ceniciento dijo el saturnino, y si dividimos uno de sus rayos, hallamos que tiene siete colores.

El nuestro tira a encarnado dijo el sirio, y tenemos treinta y nueve colores primitivos. En todos .cuantos he examinado no he hallado un sol que se parezca a otro, como no se ve en nuestro planeta una cara que no se diferencie de todas las demás. Después de otras muchas cuestiones análogas, se informó de cuántas sustancias distintas se conocían en Saturno, y le fue respondido que había hasta unas treinta: Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres que piensan y no son extensos, los que se penetran y los que no se penetran, etc.

El sirio, en cuyo planeta hay trescientas y que había en sus viajes descubierto hasta tres mil, dejó extraordinariamente asombrado al filósofo de Saturno.
Finalmente, habiéndose comunicado uno a otro casi todo cuanto sabían y muchas cosas que no sabían, y habiendo discurrido por espacio de toda una revolución solar, se determinaron a hacer juntos un corto viaje filosófico

CAPÍTULO III

VIAJE DE LOS DOS HABITANTES 
DE SIRIO Y SATURNO


Ya estaban para embarcarse nuestrosdos caminantes en la atmósfera de Saturno con muy decente provisión de instrumentos de matemáticas, cuando la dama del saturnino, que lo supo, le vino a dar amargas quejas. Era ésta una morenita bastante agraciada, que no tenía más de mil quinientas varas de estatura, pero que con sus gracias reparaba lo pequeño de su cuerpo.

—¡Ah, cruel! exclamó. Después que te he resistido mil quinientos años, cuando apenas me había rendido, no habiendo pasado arriba de cien años en tus brazos, ¡me abandonas por irte a viajar con un gigante del otro mundo! Anda, que no eres más que un curioso y nunca has estado enamorado; que si fueras saturnino legítimo, más constante serías. ¿Adónde vas? ¿Qué quieres? Menos errantes son que tú nuestras cinco lunas, y menos mudable nuestro ánulo. Esto se acabó; nunca más he de querer.

Abrazóla el filósofo, entristecido lloró con ella, aunque filósofo; y la dama después de haberse desmayado se fue a consolar con un petrimetre.Partiéronse nuestros dos curiosos y saltaron primero al ánulo, que encontraron muy aplastado, como lo ha adivinado un ilustre habitante de nuestro glóbulo, y desde allí anduvieron de luna en luna. Pasó un cometa por junto a la última, y se tiraron a él con sus sirvientes y sus instrumentos. Apenas hubieron andado ciento cincuenta millones de leguas, se toparon con los satélites de Júpiter. Apeáronse en este planeta, donde se detuvieron un año, y aprendieron secretos muy curiosos, que se habrían dado a la imprenta si no hubiese sido por los señores inquisidores que han encontrado proposiciones algo duras de tragar; pero yo logré leer el manuscrito en la biblioteca del ilustrísimo señor arzobispo de... que me permitió registrar sus libros, con toda la generosidad y bondad que a tan ilustre prelado caracterizan. 

V olvamos, empero, a nuestros caminantes. Al salir de Júpiter atravesaron un espacio de cerca de cien millones de leguas, y costearon el planeta Marte, el cual, como todos saben, es cinco veces más pequeño que nuestro glóbulo, y vieron dos lunas que sirven a este planeta y no han podido descubrir nuestros astrónomos. Bien sé que el abate Castel escribirá con mucho donaire contra la existencia de dichas lunas, mas yo apelo a los que discurren por analogía: todos excelentes filósofos que saben muy bien que no le sería posible a Marte vivir sin dos lunas a lo menos, estando tan distante del Sol. Sea como fuere, a nuestros caminantes les pareció cosa tan chica que se temieron no hallar posada cómoda, y pasaron adelante como hacen dos caminantes cuando topan con una mala venta en despoblado, y siguen hasta el pueblo inmediato. Pero luego se arrepintieron el sirio y su compañero, que anduvieron un largo espacio sin hallar albergue. Al cabo columbraron una lucecilla, que era la Tierra, y que pareció muy mezquina cosa a gentes que venían de Júpiter. No obstante, recelando arrepentirse otra vez, se determinaron a desembarcar en ella. Pasaron a la cola del cometa, y hallando una aurora boreal a mano, se metieron dentro y aportaron en tierra a la orilla septentrional del mar Báltico, a cinco de julio de mil setecientos treinta y siete.


CAPÍTULO IV

DONDE SE CUENTA  LO QUE SUCEDIÓ 
EN EL GLOBO DE LA TIERRA 

Habiendo descansado un poco, se almorzaron dos montañas que les guisaron sus criados con mucho aseo. Quisieron luego reconocer el mezquino país donde se hallaban, y se dirigieron de Norte a Sur. Cada paso ordinario del sirio y su familia era de unos treinta mil pies de rey; seguíale de lejos el enano de Saturno, que perdía el aliento, porque tenía que dar doce pasos mientras alargaba el otro la pierna, casi como un perrillo faldero que sigue, si se me permite la comparación, a un capitán de guardias del rey de Prusia.

       Como andaban de prisa estos extranjeros, dieron la vuelta al globo en treinta y seis horas; verdad es que el sol, o por mejor decir la tierra, hace el mismo viaje en un día; pero hemos de reparar que es cosa más fácil girar sobre su eje que andar a pie. Volvieron al cabo al sitio donde estaban primero, habiendo visto la balsa, casi imperceptible para ellos, que llaman el Mediterráneo y el otro estanque chico que con nombre de grande Océano rodea nuestra madriguera; al enano le daba el agua a media pierna, y apenas si se había moiado el otro los talones. Fueron y vinieron arriba y abajo, haciendo cuanto podían por averiguar si estaba o no habitado este globo; bajáronse, acostáronse, tentaron por todas partes, pero eran tan desproporcionados sus ojos y manos con los mezquinos seres que andan arrastrando acá abajo, que no tuvieron la más leve sensación por donde pudiesen caer en sospecha de que existimos nosotros y nuestros hermanos los demás moradores de este globo. 
El enano, que algunas veces fallaba con alguna precipitación, decidió luego que no había vivientes en la Tierra, y su razón primera fue que no había visto ninguno. Micromegas le dio a entender, con mucha urbanidad, que no era fundada la consecuencia.

Porque le dijo con vuestros ojos tan chicos no veis ciertas estrellas de quincuagésima magnitud, que distingo yo con mucha claridad, ¿colegís por eso que no haya tales estrellas?

Si lo he tentado todo en este globo replicó el enano. Si es tan irregular, y de una configuración que parece tan ridícula, que todo él se me figura un caos. ¿No veis esos arroyuelos, que ninguno corre derecho; esos estanques que ni son redondos, ni cuadrados, ni ovalados, ni de figura regular ninguna; todos esos granillos puntiagudos de que está erizado, y que me han entrado en los pies? (Se refería a las montañas.) ¿No notáis la forma de todo el globo, aplastado por los polos, y girando en torno del Sol con tan desconcertada dirección, que por necesidad los climas de ambos polos han de estar incultos? Lo que me fuerza a creer de veras que no hay vivientes en él es que ninguno que tuviese razón querría habitarle.

—¿Qué importa? dijo Micromegas. Acaso no tienen sentido común los habitantes, pero al cabo no es de presumir que se haya hecho esto sin algún fin. Decís que aquí todo os parece irregular, porque está todo tirado a cordel en Júpiter y Saturno. Pues por esa misma razón acaso hay aquí algo de confusión. ¿No os he dicho ya que siempre había notado variedad en mis viajes?

Replicó el saturnino a estas razones, y no se hubiera concluido la disputa, si en el calor de ella no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes y caídose éstos, que eran unos brillantes muy lindos, aunque pequeñitos y desiguales, que los más gruesos pesaban cuatrocientas libras y cincuenta los más menudos.
Cogió el enano algunos y, arrimándoselos a los ojos, vio que del modo que estaban abrillantados eran microscopios excelentes; cogió, pues, un microscopio chico de ciento sesenta pies de diámetro y se lo aplicó a un ojo, mientras que se servía Micromegas de otro de dos mil quinientos pies. Al principio no vieron nada con ellos, aunque eran excelentes; fue preciso ponerse en la posición que se requería. Al cabo vio el morador de Saturno una cosa imperceptible que se meneaba entre dos aguas en el mar Báltico, y era una ballena; púsola bonitamente encima del dedo, y colocándola en la uña del pulgar se la enseñó al sirio, que por la segunda vez se echó a reír de la enorme pequeñez de los moradores de nuestro globo. Convencido el saturnino de que estaba habitado nuestro mundo, se imaginó luego que sólo por ballenas lo estaba; y como era gran discurridos quiso adivinar de dónde venía el movimiento a un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío.
Micromegas no sabía qué pensar; mas habiendo examinado con mucha paciencia el animal, sacó de su examen que no podía residir un alma en cuerpo tan chico. Inclinábanse, pues, nuestros dos caminantes a creer que no hay razón en esta habitación, cuando, con el auxilio del microscopio, distinguieron otro bulto más grueso que una ballena, que en el mar Báltico andaba fluctuando. Ya sabemos que hacia aquella época volvía del círculo polar una bandada de filósofos que habían ido a hacer observaciones en que nadie hasta entonces había pensado. Trajeron la noticia los periódicos, que había zozobrado su embarcación en las costas de Botnia, y que les había costado mucho trabajo el salir a salvamento; pero nunca se sabe en este mundo lo que hay por detrás de cuerda. Yo voy a contar con ingenuidad el suceso, sin quitar ni añadir nada; esfuerzo que de parte de un historiador es sobremanera meritorio.







CAPÍTULO V

EXPERIENCIAS Y RACIOCINIOS 
DE AMBOS CAMINANTES 




Tendió Micromegas con mucho tiento la mano al sitio donde se veía el objeto, y alargando y encogiendo los dedos de miedo de equivocarse, y abriéndolos luego y cerrándolos, agarró con mucha maña el navío donde iban estos señores, y se lo puso sobre la uña, sin apretarlo mucho, por no estrujarlo.

Hete aquí un animal muy distinto del otro dijo el enano de Saturno, y el sirio puso el pretenso animal en la palma de la mano.

Los pasajeros y marineros de la tripulación, que se creen arrebatados por un huracán, y que piensan haber varado en un bajío, están todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran a la mano de Micromegas, y ellos se tiran después; agarran los geómetras de sus cuartos de círculos sus sectores y sus muchachas Japonas, y se apean en los dedos del sirio; por fin, tanto se afanaron, que sintió que se meneaba una cosa que le escarabajeaba en los dedos, y era un garrote con un hierro en la punta que le clavaban hasta un pie en el dedo índice: esta picazón le hizo creer que había salido algo del cuerpo del animalejo que en la mano tenía; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues su microscopio, que apenas bastaba para distinguir un navío de una ballena, no podía hacer visible un entecillo tan imperceptible como un hombre.
No quiero zaherir aquí la vanidad de ninguno; pero ruego a la gente vanagloriosa que pare la consideración en este lugar, y contemple que suponiendo la estatura ordinaria de un hombre de cinco pies de rey, no hacemos más bulto en la tierra que el que en una bola de diez pies de circunferencia hiciera un animal que tuviese un seiscientos mil avos de pulgada de alto. Figurémonos una sustancia que pudiera llevar el globo terráqueo en la mano, y que tuviese órganos análogos a los nuestros es cosa muy factible que haya muchas de estas sustancias y colijamos qué es lo que de las funciones de guerra, en que hemos ganado dos o tres lugarejos, que luego ha sido fuerza restituir, pensarían.
No me queda duda de que si algún capitán de granaderos leyera esta obra, hiciera a su tropa que se ponga gorras dos pies más altas; pero le advierto que, por más que haga, siempre serán él y sus soldados unos seres muy pequeños.
 ¡Qué maravillosa maña hubo de necesitar nuestro filósofo de Sirio para atinar a columbrar los átomosde que acabo de hablar! Cuando Leuwenhoek y Hartsoeker, vieron o creyeron que veían, por la vez primera, la simiente de donde surgimos, no fue, ni con mucho, tan asombroso su descubrimiento. ¡Qué gusto el de Micromegas cuando vio estas maquinillas menearse, cuando examinó sus movimientos todos y siguió todas sus operaciones! ¡Cómo clamaba! ¡Con qué júbilo alargó a su compañero de viaje uno de sus microscopios!
Viéndolos estoy decían ambos juntos. Contemplad cómo se cargan, cómo se bajan y se alzan.
Así decían, y les temblaban las manos de gozo de ver objetos tan nuevos, y de temor de perderlos de vista. Pasando el saturnino de un extremo de confianza al opuesto de credulidad, se figuró que los estaba viendo ocupados en la propagación.
—¡Ah! dijo el saturnino. "Cogida tengo la naturaleza con las manos en la masa".
Engañábanle, empero, las apariencias, y así sucede muy frecuentemente, se usen o no microscopios.

CAPÍTULO VI


DE LO QUE LES ACONTECIÓ
 CON UNOS HOMBRES




Muy mejor observador Micromegas que su enano, vio claramente que se hablaban los átomos, y se lo hizo notar a su compañero, el cual, con la vergüenza de haberse engañado acerca del artículo de la generación, no quiso creer que semejante especie de bichos se pudieran comunicar ideas. Tenía el don de lenguas no menos que el sirio, y no oyendo hablar a nuestros átomos, suponía que no hablaban; y luego, ¿cómo habían de tener los órganos de la voz unos entes tan imperceptibles, ni qué se habían de decir? Para hablar es indispensable pensar, y si pensaban, tenían algo que equivalía al alma; y atribuir una cosa equivalente al alma a especie tan ruin, se le hacía mucho disparate. Díjole el sirio:

—¿Pues no creíais, poco hace, que se estaban enamorando? ¿Pensáis que enamora nadie sin pensar y sin hablar palabra, a lo menos sin darse a entender? ¿O suponéis que es cosa más fácil hacer un chiquillo que un silogismo? A mí uno y otro me parecen impenetrables misterios.
No me atrevo ya dijo el enano a creer ni a negar cosa ninguna; procuremos examinar estos insectos y discurriremos luego.
—¡Que me place! respondió Micromegas.
 Y sacando unas tijeras se cortó las uñas, y con lo que cortó de la uña de su dedo pulgar, hizo al punto una especie de bocina grande, como un embudo inmenso, y puso el cañón al oído: la circunferencia del embudo cogía el navío y toda su tripulación, y la más débil voz se introducía en las fibras circulares de la uña; de suerte que, merced a su industria, el filósofo de allá arriba oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo, y en pocas horas logró distinguir las palabras y entender al cabo el francés.
Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad.
Crecía por puntos el asombro de los dos viajeros al oír unos oradores hablar con bastante razón, y les parecía inexplicable este juego de la naturaleza. Bien se discurre que se morían, el enano y el sirio, de deseos de entablar conversación con los átomos; mas se temía el enano que su tonante voz, y más aún la de Micromegas, atronara a los oradores sin que la oyesen. Trataron, pues, de disminuir su fuerza, y para ello se pusieron en la boca unos mondadientes muy menudos, cuya punta muy afilada iba a parar junto al navío. Puso el sirio al enano sobre sus rodillas, y encima de una uña el navío con la tripulación; bajó la cabeza y habló muy quedo, y después de todas estas precauciones y otras muchas más, dijo lo siguiente:
Invisibles insectos que la diestra del Creador se plugo en producir en el abismo de lo infinitamente pequeño, yo lo bendigo porque se dignó manifestarme impenetrables secretos. Acaso nadie se dignará de miraros en mi corte; pero yo a nadie desprecio, y os brindo con mi protección.
Si ha habido asombros en el mundo, ninguno ha llegado al de los que estas razones oyeron decir sin poder atinar de dónde salían. Rezó el capellán las preces de conjuros, votaron y renegaron los marineros, y fraguaron un sistema los filósofos del navio; pero por más sistemas que imaginaron, no les fue posible atinar quién era el que les hablaba. Entonces les contó en breves palabras el enario de Saturno, que tenía menos recia la voz que Micromegas, con qué gente estaban hablando y su viaje de Saturno; les informó de quién era el señor Micromegas, y habiéndose compadecido de que fueran tan chicos, les preguntó si habían vivido siempre en un estado tan rayano de la nada, y qué era lo que hacían en un globo que al parecer era peculio de ballenas; si eran dichosos, si tenían alma, si multiplicaban y otras mil preguntas de este jaez.
Enojado de que dudasen si tenía alma, un raciocinador de la banda, más osado que los demás, observó al interlocutor con unas pínulas adaptadas a un cuarto de círculo, midió dos triángulos y al tercero le dijo así:
—¿Conque creéis, señor caballero, que porque tenéis dos mil varas de pies a cabeza sois algún?.. .
—¡Dos mil varas! exclamó el enano. Pues no se equivoca ni en una pulgada. ¡Conque me ha medido este átomo! ¡Conque es geómetra y sabe mi tamaño, y yo que no lo puedo ver sin auxilio de un microscopio no sé aún el suyo!
Sí que os he medido dijo el físico, y también mediré al gigante compañero vuestro.
Admitióse la propuesta, y se acostó su excelencia por el suelo, porque estando en pie su cabeza era muy más alta que las nubes, y nuestros filósofos le plantaron un árbol muy grande en cierto sitio que el Dr. Swift hubiera designado por su nombre, pero que yo no me atrevo a mentar por el mucho respeto que tengo a las damas; y luego, por una serie de triángulos, conexos unos con otros, coligieron que la persona que medían era un mancebito de ciento veinte mil pies de rey.
Prorrumpió entonces Micromegas en estas razones:
Ya veo que nunca se han de juzgar las cosas por su aparente magnitud. ¡Oh, Dios! que diste la inteligencia a unas sustancias que despreciables parecen, lo infinitamente pequeño no cuesta más a tu omnipotencia que lo infinitamente grande; y si es dable que haya otros seres más chicos que éstos, acaso tendrán una inteligencia superior a la de aquellos inmensos animales que he visto en el cielo, y que con un pie cubrirían el globo entero donde ahora me encuentro.
Respondióle uno de los filósofos que bien podía creer, sin que le quedase duda, que había seres inteligentes mucho más chicos que el hombre, y le contó, no las fábulas que nos ha dejado Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Réaumur. Instruyóle luego de que hay animales que son, con respecto a las abejas, lo que son las abejas con respecto al hombre y lo que era el sirio propio con respecto a aquellos animales tan corpulentos de que hablaba, y lo que son estos grandes animales con respecto a otras sustancias ante las cuales parecen imperceptibles átomos.
Poco a poco fue haciéndose interesante la conversación, y dijo así Micromegas:

CAPÍTULO VII

CONVERSACIÓN CON LOS HOMBRES


—¡Oh, átomos inteligentes, en quien se plugo el eterno Ser en manifestar su arte y su potencia! Sin duda que en vuestro globo disfrutáis contentos purísimos; pues teniendo tan poca materia y pareciendo todo espíritu, debéis emplear vuestra vida en amar y pensar, que es la verdadera vida de los espíritus. En parte ninguna he visto la verdadera felicidad, mas estoy cierto de que ésta es su mansión.
Encogiéronse de hombros al oír este razonamiento los filósofos todos, y más ingenuo uno de ellos confesó sinceramente que, exceptuando un cortísimo número de moradores poquísimo apreciados, todo lo demás es una cáfila de locos, de
perversos y desdichados.
Más materia tenemos dijo de la que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y más inteligencia si proviene de la inteligencia. ¿Sabéis, por ejemplo, que a la hora ésta cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombreros, están matando a otros cien mil animales cubiertos de un turbante, o muriendo a sus manos, y que así es estilo en toda la tierra, de tiempo inmemorial acá?
Horrorizóse el sirio, y preguntó el motivo de tan horribles contiendas entre animalejos tan ruines.
Trátase dijo el filósofo de unos pedacillos de tierra tamaños como vuestro pie, y no porque ni uno de los millones de hombres que pierden la vida solicite un terrón siquiera de dicho pedazo, que se trata de saber si ha de pertenecer a cierto hombre que llaman Sultán, o a otro que apellidan César, no sé por qué. Ninguno de los dos ha visto ni verá nunca el rinconcillo de tierra que está en litigio, ni menos casi ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan han visto tampoco al animal por quién asesinan.
—¡Desventurado! exolamó indignado el sirio. ¿Cómo es posible imaginar tan furioso frenesí? Arranques me vienen de dar tres pasos, y con tres patadas estrujar todo ese hormiguero de ridículos asesinos.
No os toméis ese trabajo le respondieron, que sobrado se afanan ellos en labrar su ruina. Sabed que dentro de diez años no quedará en vida el diezmo de estos miserables, y que, aun sin sacar la espada, casi todos se los lleva el hambre, la fatiga o la destemplanza, aparte de que no son ellos los que merecen castigo, sino los ociosos despiadados que metidos en su gabinete mandan, mientras digieren la comida, degollar un millón de hombres, y dan luego solemnes acciones de gracias a Dios.
Sentíase el caminante movido a piedad del mezquino linaje humano en el cual tantas contradicciones descubría.
Siendo vosotros dijo a estos señores del corto número de sabios que sin duda a nadie matan por dinero, os ruego me digáis cuáles son vuestras ocupaciones.
Disecamos moscas respondió el filósofo, medimos líneas, combinamos números, estamos conformes acerca de dos o tres puntos que entendemos y divididos sobre dos o tres mil que no entendemos.
Ocurrióles al sirio y al saturnino hacer preguntas a los átomos pensadores, para saber sobre qué estaban acordes.
—¿Qué distancia hay dijo éste desde la estrella de la Canículahasta la grande de Géminis?
Respondiéronle todos juntos:
Treinta y dos grados y medio.
—¿Cuánto dista de aquí la Luna?
Sesenta semidiámetros de la Tierra.
—¿Cuánto pesa vuestro aire?
Creía haberlos cogido; pero todos le dijeron que pesaba novecientas veces menos que el mismo volumen del agua más ligera, y diecinueve mil veces menos que el oro.
Atónito el enanillo de Saturno con sus respuestas, estaba tentado a creer que eran mágicos aquellos mismos a quienes un cuarto de hora antes les había negado la inteligencia.
Díjoles finalmente Micromegas:
Una vez que tan puntualmente sabéis lo que hay fuera de vosotros, sin duda que mejor sabréis lo que hay dentro: decidme, pues, qué cosa es vuestra alma, y cómo se forman vuestras ideas.
Los filósofos hablaron todos a la par, como antes, pero todos fueron de distinto parecer. Citó el más anciano a Aristóteles, otro pronunció el nombre de Descartes, éste el de Malebranche, aquél el de Liebniz, y el de Locke otro. El anciano peripatético dijo con toda confianza:
El alma es una entelequia, una razón en virtud de la cual tiene la potencia de ser lo que es; así lo dice expresamente Aristóteles (pág. 633 de la edición del Louvre): Entelexéia esti, etc.
No entiendo el griego dijo el gigante.
Ni yo tampoco respondió el orador filosófico.
—¿Pues a qué citáis replicó el sirio a ese Aristóteles en griego?
Porque lo que uno no entiende repuso el sabio lo ha de citar en lengua que no sabe. Tomó el hilo el cartesiano, y dijo:
Es el alma un espíritu puro que en el vientre de su madre ha recibido todas las ideas metafísicas, y que así que sale de él se ve precisado a ir a la escuela y aprender de nuevo lo que tan bien sabía y que nunca volverá a saber.
Pues estás medrado respondió el animal de ocho leguas con que supiera tanto tu alma cuando estabas en el vientre de tu madre, si había de ser tan ignorante cuando fueras tú hombre con barba.
—¿Y qué entiendes por espíritu?
—¿Qué es lo que me preguntáis? dijo el discurridor; no tengo idea ninguna de él: dicen que lo que no es materia.
—¿Y sabéis lo que es materia?
Eso sí respondió el hombre. Esa piedra, por ejemplo, es parda, y de tal figura, tiene tres dimensiones, y es grave y divisible.
Así es dijo el siró; pero esa cosa que te parece divisible, grave y parda, ¿me dirás qué es? Algunos atributos ves, pero el sostén de estos atributos ¿le conoces?
No dijo el otro.
Luego no sabes qué cosa sea la materia.
Dirigiéndose entonces el señor Micromegas a otro sabio que encima de su dedo pulgar tenía, le preguntó qué era su alma, y qué hacía.
Cosa ninguna respondió el filósofo malebranchista; Dios es quien lo hace todo por mí; en Él lo veo todo, en Él lo hago todo, y Él es quien todo lo hace sin cooperación mía.
Tanto monta no existir replicó el filósofo de Sirio.
Y tú, amigo le dijo a un leibniziano que allí estaba, ¿qué dices?, ¿qué es tu alma?
Una aguja de reloj dijo el leibniziano, que señala las horas mientras las toca mi cuerpo; o bien, si os parece, el alma las toca mientras el cuerpo las señala, o mi alma es el espejo del universo y mi cuerpo el marco del espejo: todo esto es claro.
Yo no sé cómo pienso, lo que sé es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e inteligentes, no pongo duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia a la materia, eso lo dudo mucho. Respecto el Eterno Poder, y sé que no me compite limitarle; no afirmo nada, y me ciño a creer que hay muchas más cosas posibles de lo que se piensa.
Sonrióse el animal de Sirio, y le pareció que no era éste el menos cuerdo; y si no hubiera sido por la mucha desproporción, hubiera dado un abrazo el enano de Saturno al sectario de Locke. Por desgracia, se encontraba en la banda un animalucho con un bonete en la cabeza, que cortando el hilo a todos los filósofos, dijo que él sabía el secreto, que se hallaba en la Suma de Santo Tomás; y mirando de pies a cabeza a los dos moradores celestes, les sustentó que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo había sido criado para el hombre.
Al oír tal sandez, nuestros dos caminantes hubieron de caerse uno sobre otro, pereciéndose de aquella inextinguible, risa que, según Homero, cupo en suerte a los dioses; iban y venían sus barrigas y sus espaldas, y en estas idas y venidas se cayó el navío de la uña del Sirio en el bolsillo de los calzones del saturnino. Buscáronle ambos mucho tiempo; al cabo toparon la tripulación, y la metieron en el navío lo mejor que pudieron. Cogió el sirio a los oradorcillos y les habló con mucha afabilidad, aunque estaba algo mohíno de ver que unos infinitamente pequeños tuvieran una vanidad tan infinitamente grande. Prometióles que compondría un libro de filosofía escrito en letra muy menuda para su uso, y que en el verían el por qué de todas las cosas; y en efecto, antes de irse les dio el prometido libro, que llevaron a la Academia de Ciencias de París. Mas cuando lo abrió el secretario, se halló con que estaba todo en blanco, y dijo: ¡Ah!, ya me lo presumía yo.



FIN DE
«MICROMEGAS»


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