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martes, 3 de abril de 2012

Muerte entre Bastidores - Bram Stoker

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MUERTE ENTRE BASTIDORES

Supongo que algunos de ustedes recordarán el caso ocurrido no hace mucho del acróbata que murió en accidente durante una representación. No hace falta mencionar nombres. Nos referiremos a él como Mortimer, Henry Mortimer. Nunca se supo la causa de su muerte, pero yo sí sé cómo se produjo. He guardado silencio durante todo este tiempo, y ahora puedo hablar sin miedo a herir a nadie. Ya han fallecido todos los interesados en su muerte o en la del hombre que la planeó.
Cualquiera de ustedes que conozca el caso recordará lo apuesto, bien parecido y elegante que era Mortimer. Creo que es el hombre más atractivo que he visto nunca. Además, era el tipo más ágil que haya pisado nunca un escenario. Estaba tan seguro de sí mismo que utilizaba peso extra; así, cuando caía el contrapeso, saltaba cinco o seis pies más alto de lo que nunca nadie ha podido saltar. Además, levantaba las piernas en el aire de tal forma, parecida a como hacen las ranas al nadar, que daba la sensación de que saltaba mucho más arriba.
Creo que todas las chicas estaban enamoradas de él por la forma en que se comportaban cuando estaban entre bastidores y se acercaba el momento de su entrada. Eso no le habría importado mucho (las chicas siempre se enamoran de un hombre u otro), de no haber sido porque varias mujeres casadas empezaron a comportarse igual. Para mayor vergüenza, algunas de las que iban siempre detrás de él llevaban a sus propios maridos. 
Era una situación bastante peligrosa y difícil de soportar para un hombre que quería ser decente a toda costa. Pero el verdadero tormento y el auténtico problema lo era la joven esposa de mi propio jefe, Jack Haliday, el tramoyista jefe. Ella era demasiado para la sangre y la carne de cualquier hombre. Había empezado en el mundo del teatro la temporada anterior como gimnasta. Podía saltar más alto que las chicas que le sacaban medio metro de altura. Era una chiquilla menuda, tan bonita como un pastel, una muchachita delgada, de pelo rubio y ojos azules, que bien hubiera podido pasar por chico de no ser por dos detalles que no dejaban lugar a dudas. Jack Haliday se volvió loco por ella y, cuando la noticia saltó, y puesto que no se presentó ningún otro joven brillante ni con posibles, ella se casó con él. Fue lo que suele llamarse un matrimonio de conveniencia pero, después de cierto tiempo, comenzaron a llevarse muy bien. Todos pensamos que le empezaba a gustar el viejo (Jack era lo suficientemente mayor como para ser su padre y aún le sobraban años). En verano, al terminar la temporada, él se la llevó a la isla de Man y, a la vuelta, no ocultó a nadie que habían sido los días más felices de su vida. Ella también parecía dichosa y lo trataba con cariño. Todos empezamos a creer que aquel matrimonio saldría bien.
Sin embargo, cuando se iniciaron los ensayos de la nueva temporada, las cosas comenzaron a cambiar. El viejo Jack parecía disgustado y había perdido el interés por su trabajo. Loo, así se llamaba la señora Haliday, ya no se mostraba cariñosa con él y se ponía nerviosa cuando él estaba cerca. Entre nosotros, los hombres, no hacíamos ningún comentario al respecto, pero las mujeres casadas sonreían, asentían con la cabeza y susurraban que tal vez ella tuviera sus razones. Un día, en el escenario, cuando comenzaba el ensayo del acróbata, alguien comentó que quizá ese año la señora Haliday no bailaría; todas sonrieron como si compartieran un secreto. Entonces, la mujer de Jack se levantó y les soltó una perorata por meter las narices donde no debían, por decir un montón de mentiras y cosas por el estilo. Los demás tratamos de consolarla lo mejor que supimos y ella se marchó a casa.
Poco después de este episodio, la señora Haliday y Henry Mortimer se fueron juntos al acabar el ensayo; Henry se había ofrecido a acompañarla hasta su casa, y ella no se opuso. Ya dije anteriormente que era un hombre muy atractivo.
A partir de ese día y hasta la noche de la última representación que, por supuesto, era una función de gala (“Todo para todos”), ella no apartaba los ojos de él.
Parecía como si Jack Haliday no se diera cuenta de lo que sucedía a su alrededor, aunque todos lo supiéramos. En realidad, el trabajo le tenía muy ocupado: un tramoyista jefe no tiene mucho tiempo libre el día de una función de gala. Y, por supuesto, nadie de la compañía dijo ni hizo nada que llamase su atención sobre aquella cuestión. Los hombres y las mujeres son unos seres muy extraños. Están ciegos y sordos ante el peligro que los acecha y, sólo cuando el escándalo ya es irremediable, se ponen a hablar, justo cuando lo que deberían hacer es guardar silencio.
Yo me daba cuenta de todo lo que sucedía, pero no lo entendía. Me gustaba Mortimer y lo admiraba, igual que me ocurría con la señora Haliday. Pensaba que era un gran tipo. Yo apenas era un crío y, además, siendo el aprendiz de Haliday, lo que menos deseaba era buscarme líos, aunque intuía que vendrían de todas formas. Sólo después de volver a pensar mucho en los hechos, he podido empezar a comprender lo que sucedía. Espero que ahora ustedes puedan entenderlo todo, puesto que lo que les cuento es fruto de lo que vi, oí y me contaron, tras haber permanecido sepultado y oculto en mi mente durante mucho tiempo.
La función llevaba ya unas tres semanas en cartel. Un sábado, entre dos números, oí hablar a dos miembros de la compañía. Eran dos de esas chicas que bailan, cantan y tratan de hacerse imprescindibles. No creo que ninguna de ellas fuera mejor que la señora Haliday. Eran de esas chicas que corren detrás de los jóvenes a los que les sobra el dinero y pueden invitarlas a cenas regadas con champán. Pero lo único que viene al caso aquí son los celos que sentían por las mujeres casadas, en realidad, el mismo objetivo que ellas perseguían, mujeres que, por lo general, tenían un nivel de vida más alto que ellas. Las mujeres de ese tipo disfrutan viendo hundirse a una mujer decente; eso les hace sentirse más importantes. Dos auténticas balas perdidas, completamente acabadas, querían salvar a una chica decente de caer en sus mismos errores. Esto es así mientras son jóvenes, porque una mujer indecente entradita en años ya es el colmo. Estarán ansiosas por destrozar a cualquiera, siempre que puedan sacar provecho de ello.
Bueno, pues las dos chicas disfrutaban cotilleando sobre la señora Haliday y lo encaprichada que estaba con Mortimer. No se dieron cuenta de que yo estaba sentado en un palco detrás de un decorado que debía estar preparado para el comienzo de la representación de noche. Las dos estaban enamoradas de Mortimer, que no les hacía el menor caso a ninguna, de manera que estaban furiosas como gatas en celo. Una decía:
—El viejo es peor que un ciego. No quiere ver.
—Yo no estaría tan segura de eso —respondió la otra—. No va a dejar pasar la ocasión. Creo que tú también estás ciega, Kissie. —Ése era su nombre, Kissie Mountpelier, incluso en los papeles oficiales—. La acompaña a casa todas las noches después de la función. Tú deberías saberlo mejor que nadie, te pasas las horas muertas en el vestíbulo esperando a que tu chico llegue del club.
—¿Qué dices, bola de sebo?—replicó la otra con un lenguaje bastante grosero—. ¿No sabes que siempre hay dos finales posibles? El viejo sólo quiere un final.
A continuación, se pusieron a cuchichear y a reírse con disimulo. Poco después, la otra le dijo:
—Él piensa que sólo se puede hacer daño después de acabar el trabajo.
—Vaya broma —respondió la otra—. Ellos saben perfectamente que el viejo tiene que estar abajo mucho antes de que se levante el telón; la señora no llega hasta el número de baile de La Visión de Venus, después del intermedio, y él hasta que no toca su número de acrobacia.
Después de oír aquello, me fui. No estaba dispuesto a escuchar más tonterías como aquélla.
Durante aquella semana las cosas siguieron su rumbo normal. El pobre Haliday no estaba bien. Parecía preocupado y tenía un humor de perros. Yo tenía mis razones para creer que lo que le preocupaba era su trabajo. Siempre había sido muy trabajador y la temporada era un verdadero tormento para él. No pensaba más que en su deber. Se me ocurrió que quizá ése era el motivo por el que aquellas dos chicas se habían inventado aquella historia difamatoria. Después de todo, una calumnia, sin importar lo falsa que sea, debe empezar de un modo u otro. Si no existe una base real, se cuenta algo que lo parezca. No importaba lo ocupado que estuviese el viejo Jack, porque siempre sacaba tiempo para llevar a casa a su mujer.
A medida que transcurría la semana, el viejo se iba poniendo cada vez más pálido, y yo empecé a pensar que estaba enfermo. Normalmente, se quedaba en el teatro entre las dos funciones del sábado y no se iba a casa; solía tomarse un tentempié en la cafetería que estaba al lado del teatro y así estaba disponible en caso de que surgiera cualquier imprevisto en la preparación de la función de la noche. Aquel sábado salió, como el resto de los sábados, durante el primer número y mientras los operarios preparaban los materiales para el resto de las actuaciones. Algo más tarde surgió algún problema, el típico problema de los sábados, y salí a buscarlo. Al entrar en la cafetería, no lo vi. Pensé que era mejor no preguntar ni indagar, y volví al teatro. Allí, los operarios, que habían discutido sobre si salir a tomar algo, me dijeron que el problema se había solucionado solo, como  siempre. Metí prisa a los que quedaban y conseguimos tenerlo todo listo justo a tiempo para que salieran a comer algo. Después, salí yo. Por aquellos días, yo empezaba a sentir ya el peso de la responsabilidad, así que me entretuve lo menos posible y volví enseguida para revisar los aparatos y comprobar que todo estaba en orden, especialmente la trampilla, de la que Jack Haliday estaba siempre pendiente. Podía disculpar un fallo en cualquier cosa, pero si te equivocabas con una trampilla, estabas despedido. Siempre les decía a los operarios que aquél no era un trabajo corriente: era cuestión de vida o muerte.
Acababa de terminar mi revisión cuando vi al viejo Jack entrar por el vestíbulo. No había nadie a aquella hora y el escenario estaba a oscuras. Pero, a pesar de la oscuridad, pude ver que el viejo estaba terriblemente pálido. No le dije nada porque estaba lejos y, además, por la forma en que se movía, sigilosamente, deslizándose tras los decorados, imaginé que no quería que nadie le viera. Pensé que lo mejor que podía hacer era quitarme de en medio. Salí y me tomé otra taza de té.
Volví un poco antes que los operarios, cuya única preocupación era estar en sus puestos cuando sonara el silbido de Haliday. Fui a presentarme a mi jefe, que estaba en una pequeña cabina de mamparas de cristal en la parte de atrás del taller de carpintería. Allí estaba, inclinado sobre un banco, y limaba algo con tanta energía que pareció no escuchar que yo llegaba. Me marché sin decirle nada. No es muy inteligente que un aprendiz estorbe a su maestro cuando éste está ocupado en sus asuntos.
Llegado el momento de la función, se encendieron las luces. Haliday estaba, como siempre, en su puesto. Parecía muy pálido y enfermo, tan enfermo que, al salir el director de escena, le dijo que si prefería irse a casa a descansar, él se encargaría de que alguien hiciera su trabajo. Haliday se lo agradeció, pero le dijo que podía seguir.
—Me siento un poco débil y raro, señor —le dijo—. Hace sólo un rato parecía como si me fuera a desmayar. Pero ya se me ha pasado y estoy seguro de que podré desempeñar correctamente mi labor.
Las puertas se abrieron y el público de la función del sábado noche entró entre empujones. El Victoria era todo un acontecimiento los sábados por la noche. No importaba lo que pudiera pasar otras noches, aquella función siempre salía bien. En la profesión se comentaba que el Victoria vivía de eso y que la dirección del espectáculo se tomaba vacaciones el resto de la semana. Los artistas lo sabían y no importaba si la representación salía más o menos floja de lunes a viernes; esa noche todos estaban listos y en plena forma. No había ni tropiezos ni errores la noche del sábado. De no ser así, sabían que iban a la calle.
Mortimer era uno de los que más cuidado ponía. No vacilaba en ningún momento (claro que un momento de vacilación en un acróbata no es un defecto porque, si lo tiene, adiós acróbata). Siempre daba lo mejor de sí la noche del sábado. Cuando salía disparado por encima de la trampilla en forma de estrella, siempre llegaba un par de metros más alto. Para conseguirlo, teníamos que poner siempre mucho más peso. Era él mismo quien lo comprobaba, porque no es ninguna broma que te lancen por una trampilla como si te disparasen con un cañón. Las puntas de la estrella deben quedar libres y las bisagras estar perfectamente engrasadas ya que, en caso contrario, puede suceder cualquier desgracia. Además, hay una persona encargada de vigilar que todo esté a punto en el escenario. Recuerdo haber oído que una vez en Nueva York, de eso hace ahora ya muchos años, falleció un acróbata por culpa de un operario (lo que los yanquis llaman carpintero y los forasteros tramoyista) que se puso a caminar sobre la trampilla justo cuando se habían dejado caer los contrapesos. A la viuda no le sirvió de consuelo saber que el tramoyista también había muerto. Aquella noche, la señora Haliday estaba más guapa que nunca y botó la pelota más alto que en ninguna otra ocasión. Después, ya vestida de calle, regresó como siempre a los bastidores y esperó a que comenzaran las acrobacias. El viejo Jack cruzó el escenario y se puso a su lado. Lo vi desde la parte de atrás de las filas de asientos deslizantes que rodean los “Reinos del Placer”. No pude evitar comprobar que el viejo seguía terriblemente pálido. Tenía la mirada fija en la trampilla con forma de estrella. Al darme cuenta, miré también hacia allí. Temía que algo pudiera salir mal. Pero, cuando se había montado el escenario para la función de tarde, yo había comprobado que todo funcionaba correctamente y que las juntas estaban bien engrasadas y, como no se había tocado nada en toda la noche, estaba tranquilo. Creo que me pareció ver un brillo extraño cuando el foco iluminó las bisagras de latón. Había una luz que daba justo encima del puente; así, se conseguía realzar la actuación del acróbata y su enorme salto. La gente solía chillar cuando lo veía salir disparado por la trampilla. El acróbata juntaba las piernas en el aire y las separaba durante un instante; luego, mientras bajaba, las volvía a juntar y sólo doblaba las rodillas cuando tocaba el escenario.
Al dar la señal, el contrapeso funcionó correctamente. Por el sonido del golpe, supe que hasta ese momento no había problemas.
Pero algo no salió bien. La trampilla no se accionó con suavidad; se abrió de golpe justo cuando la cabeza del acróbata la rozó. Se oyó un ruido y un chasquido, y las piezas de la estrella saltaron y cayeron por el escenario. Con ellas apareció también la silueta llena de color y lentejuelas que ya conocemos.
Pero no se levantó como siempre. Subía erguido, sin la elasticidad habitual en él. No movía las piernas y, cuando estuvo a una altura considerable, aunque no tan arriba como acostumbrada, pareció perder el equilibrio y cayó a un lado del escenario. El público gritó horrorizado, y la gente que estaba entre bastidores, artistas y personal de mantenimiento, unos en traje de calle y otros vestidos para la actuación, lo rodearon. Pero el hombre de lentejuelas apenas se movía.
El mayor grito fue el de la señora Haliday. Llegó la primera al lugar donde yacía él, donde yacía aquello. El viejo Jack estaba muy cerca, justo detrás de ella, y la sujetó cuando se desmayó. Sólo vi eso. Tenía que recoger las piezas de la trampilla, ya había demasiada gente ocupándose del cadáver. En ese momento, lo más difícil era atravesar la orquesta y subir al escenario.
Me las arreglé como pude para reunir los trozos antes de que se abalanzara el público. Me di cuenta de que algunos trozos tenían mellas muy profundas, pero sólo me dio tiempo a echar un vistazo. Con un palco tapé el agujero para que nadie metiera el pie dentro porque, en el mejor de los casos, eso habría supuesto una pierna rota. Si alguien llegaba a caerse dentro, podía ser mucho más grave. Entre otras cosas, encontré un extraño objeto de acero pulido con algunas zonas dobladas hacia adentro. Yo sabía que no era una parte de la trampilla pero, como debía venir de algún sitio, me lo metí en el bolsillo.
En ese momento ya se había congregado una multitud alrededor del cuerpo de Mortimer. Con sólo ver su postura, no había duda alguna de que estaba muerto y bien muerto. Estaba despatarrado, en una posición muy rara: una de las piernas la tenía doblada por debajo del cuerpo y la punta del pie le asomaba de un modo antinatural. ¡Pero, ya basta, mejor no entrar en más detalles sobre un cadáver!
La gente también se congregaba alrededor de la señora Haliday. Su marido la había llevado y la había recostado en una zona que estaba cerca de los bastidores. Ella también parecía un cadáver; estaba pálida, fría y no se movía. El viejo Jack permanecía arrodillado a su lado, y le acariciaba las manos. Se le veía preocupado por ella porque también él  estaba mortalmente pálido. Sin embargo, mantuvo la sangre fría y llamó a sus hombres. Dejó a su mujer al cuidado de la señora Homcroft, la encargada del ropero, que había bajado corriendo. Era una mujer muy eficiente, que supo actuar con decisión; le pidió a uno de los hombres que estaban allí que cogiera a la señora Haliday y la llevara al guardarropa. Me contaron que, al llegar allí, echó a todos los que la habían seguido, tanto hombres como mujeres, para ocuparse de todo ella misma.
Puse los trozos de la trampilla encima del palco y le pedí a uno de nuestros operarios que se encargara de ellos y que nadie los tocara, porque podían pedírnoslos después. A esas horas, ya habían llegado los policías que estaban de servicio enfrente del teatro. Como habían llamado a la comisaría, no paraban de llegar agentes. Uno de ellos se ocupó del sitio donde estaba la trampilla rota. Cuando le contaron quién había colocado allí el palco y los trozos rotos, mandó a buscarme. Mientras tanto, otros agentes se llevaron el cuerpo a guardarropía, una sala grande con bancos, que se podía cerrar con llave. Dos de los agentes se quedaron de guardia en la puerta y no dejaban que entrara nadie sin su permiso.
El policía encargado de la trampilla me preguntó si había visto el accidente. Le respondí que sí, y me pidió que se lo describiera. No creo que confiara mucho en mi capacidad descriptiva, porque enseguida obvió esa parte del interrogatorio. A continuación, me pidió que le indicara dónde había encontrado los trozos de trampilla. Yo simplemente le dije:
—¡Dios mío, señor, no puedo decírselo! Cayeron por todas partes. Tuve que recogerlos de entre los pies de la gente, que se abalanzaba de todos los lados.
—De acuerdo, chaval —me dijo de una forma bastante amable para ser policía—. No creo que te molesten más. Según me han dicho, hay montones de hombres y mujeres que estaban allí y que lo vieron todo. Los llamaremos a todos a declarar.
Por aquella época yo era un chiquillo enclenque (bueno, tampoco es que ahora sea un gigante) y me imaginé que no iban a utilizar como testigo a un crío cuando había montones de adultos. Después, el policía comentó algo poco amable sobre mí y un centro para subnormales, así que cerré la boca y no dije nada más.
Poco a poco, se habían ido deshaciendo del público. Algunos se marcharon en grupo para tomar una copa antes de que cerraran los bares y para charlar de todo lo sucedido. El resto de nosotros y la policía permanecimos allí. Luego, cuando la policía ya se había hecho cargo de todo y había puesto hombres de guardia para toda la noche, llegó el juez de instrucción. Ordenó el levantamiento del cadáver y su traslado al depósito, donde el forense de la policía le practicaría la autopsia. Me dejaron irme a casa, y yo me fui encantado cuando vi que todo se quedaba en orden.
El señor Haliday se llevó a su mujer a casa en una calesa, quizá porque la señora Homcroft y otras almas piadosas le habían dado tanto whisky, coñac y ron, tanta ginebra, cerveza y pipermín que creo que no habría podido dar un paso ni aunque hubiera querido.
Al desvestirme y mientras me quitaba los pantalones, algo me arañó en la pierna. Vi que se trataba del trozo de acero pulido que había recogido del escenario. Tenía la forma de una estrella de mar, pero con las puntas muy cortas. Algunas estaban dobladas hacia abajo y el resto las habían vuelto a enderezar. Me quedé con ella en la mano. Me pregunté de dónde podía haber salido y para qué serviría, pero no pude recordar nada del teatro donde pudiera encajar. La miré de nuevo más de cerca y comprobé que todos los bordes estaban limados y que brillaban. Pero eso no me sirvió de mucho, así que la dejé en la mesilla y pensé que me la llevaría por la mañana. Tal vez alguno de los chicos supiera algo. Apagué el quinqué, me acosté y me dormí. 

Debí de empezar a soñar inmediatamente. El sueño tenía relación, como no podía ser de otra forma, con el terrible suceso que había ocurrido aquella noche. Pero, como sucede en todos los sueños, todo estaba confuso. Todo se mezclaba: Mortimer con sus lentejuelas volando sobre la trampilla, ésta que se rompía y los trozos salían despedidos. El viejo Jack miraba hacia una parte del escenario con su mujer a su lado, él tan pálido como un muerto y ella más bella que nunca. Entonces, Mortimer caía retorcido sobre el escenario. La señora Haliday gritaba y ella y Jack salían corriendo. Mientras, yo recogía los trozos de la trampilla de entre los pies de la gente y encontraba la estrella de acero con las puntas limadas.
Me desperté empapado en sudor frío. Me senté en la cama en medio de la oscuridad y me dije:
—¡Eso es!
Me puse a darle vueltas, me tumbé de nuevo y empecé a pensar en todo aquello. Y de golpe, todo se aclaró. Fue el señor Haliday quien fabricó la estrella y quien la colocó en los puntos de unión de la trampilla. Eso era lo que estaba limando el viejo Jack cuando lo vi en su banco de trabajo. Lo había hecho porque Mortimer y su mujer se habían estado acostando. Después de todo, aquellas chicas tenían razón. Claro, las puntas de acero habían impedido que la trampilla se abriera. Por eso, cuando Mortimer salió disparado, se rompió el cuello.
Pero en aquel momento me sobrecogió una idea terrible. Si Jack lo había hecho, era un asesino y lo colgarían. Después de todo, era con su mujer con quien se había acostado el acróbata. El viejo Jack la amaba más que a sí mismo y había sido muy bueno con ella, y ella era su mujer. Aquel pedazo de acero iba a hacer que lo colgaran, si es que se llegaba a conocer su existencia. Pero nadie, salvo yo y quienquiera que lo fabricara y lo colocara en la trampilla, sospechaba de su existencia. El señor Haliday era mi maestro, y el hombre que estaba muerto, un canalla.
Por aquella época, yo vivía en Quarry Place. En la vieja cantera había una charca tan profunda que los chicos solían decir que muy abajo el agua hervía porque estaba cerca del infierno.
Nadie supo nada. Nunca he dicho una palabra de esto hasta hoy. Me llamaron a declarar. Todo el mundo tenía prisa: el juez, el jurado y la policía. Nuestro jefe también tenía prisa porque queríamos seguir con el espectáculo todas las noches y hablar demasiado de la tragedia habría perjudicado al negocio. No se averiguó nada y todo siguió como siempre. Todo, salvo una cosa. Después de lo ocurrido, la señora Haliday ya no se quedaba entre bastidores durante los números de acrobacia, y estaba tan enamorada de su anciano marido como cualquier mujer lo estaría del suyo. Era a él a quien miraba y siempre con una especie de adoración respetuosa. Ella lo sabía, aunque todos lo ignoraban, al igual que lo sabíamos su esposo y yo.
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domingo, 1 de abril de 2012

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