ENEMIGOS
TIM O’BRIEN
Secuencia de la novela Las cosas que llevaban los hombres que pelearon.
Una mañana de fines de julio, mientras estábamos
de patrulla cerca de la LZ (zona de aterrizaje) Gator, Lee Strunk y
Dave Jensen empezaron a pelear a puñetazos. Era por algo estúpido —una navaja
de bolsillo que faltaba— pero aun así la pelea era feroz. Por cierto tiempo
hubo un toma y daca, pero Dave Jensen era mucho más corpulento y más fuerte, y
pronto envolvió un brazo alrededor del cuello de Strunk y lo obligó a doblarse
hacia abajo y lo siguió golpeando en la nariz. Le pegaba fuerte. Y no se
detuvo. La nariz de Strunk hizo un brusco sonido quebrado, como un cohete, pero
inclusa entonces Jensen siguió golpeándolo, una y otra vez, rápidos puñetazos
rígidos que no erraban. Tuvimos que ser tres para apartarlo. Cuando terminó,
tuvieron que llevar a Strunk en helicóptero a la retaguardia, donde le
arreglaron la nariz, y dos días después se reunió con nosotros llevando una
tablilla metálica y montones de gasa.
En otras circunstancias podría haber terminado allí. Pero aquello era
Vietnam, donde los tipos llevaban armas, y Dave Jensen empezó a preocuparse.
Pero el problema estaba en su cabeza. No hubo amenazas, ni votos de venganza,
sólo una tensión silenciosa entre ellos que hacía que Jensen tomara precauciones
especiales. Cuando iba de patrulla tenía el cuidado de fijarse bien por dónde
andaba Strunk. Cavaba su trinchera individual en el extremo más alejado del
perímetro; mantenía la espalda cubierta; evitaba situaciones que pudieran
dejarlos a los dos a solas. Poco a poco, después de una semana así, la tirantez
empezó a crear problemas. Jensen no podía relajarse. Era como combatir en dos
guerras distintas, decía. No había terreno seguro: enemigos en todas partes. Ni
frente ni retaguardia. Por la noche le costaba dormir —una sensación asustadiza—,
siempre en guardia, oyendo ruidos extraños en la oscuridad, imaginando que una granada rodaba
dentro de su trinchera o la punta de un cuchillo le tocaba la oreja. La distinción
entre buenos y malos desapareció para él. Incluso en momentos de seguridad
relativa, mientras el resto de nosotros se lo tomaba con calma, Jensen se
quedaba sentado con la espalda contra un muro de piedra, el arma cruzada sobre
las rodillas, vigilando a Lee Strunk con ojos rápidos, nerviosos. Por último
llegó al punto en que perdió el control. Algo debe de haber estallado. Una tarde
empezó a disparar el arma al aire, aullando el nombre de Strunk, sólo
disparando y aullando, y no se detuvo hasta que descargó una carga entera de
munición. Estábamos todos pegados al suelo. Nadie tenía el valor de acercarse a
él. Jensen empezó a recargar, pero entonces de pronto se dejó caer sentado y se
agarró la cabeza con las manos y no se movió. Durante dos o tres horas se quedó
sencillamente sentado allí.
Pero eso no fue la parte extraña.
Porque más tarde esa misma noche pidió prestada
una pistola, la aferró por el tambor, y la usó como un martillo para quebrarse
la propia nariz.
Después cruzó el perímetro hasta la trinchera de
Lee Strunk. Le mostró lo que había hecho y le preguntó si todo estaba arreglado
entre ellos.
Strunk asintió y dijo que todo estaba arreglado.
Pero por la mañana Lee Strunk no podía parar de
reírse.
—El tipo está loco —decía—. Yo le robé la podrida navaja del bolsillo.
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AMIGOS
TIM O’BRIEN
Secuencia de la novela Las cosas que llevaban los hombres que pelearon.
Dave Jensen y Lee Strunk no se convirtieron en compinches al instante, pero aprendieron a confiar el uno en el otro. En el mes siguiente a menudo iban juntos en las emboscadas. Se cubrían entre sí en las patrullas, compartían una trinchera, se turnaban para hacer guardia de noche. A fines de agosto hicieron el pacto de que si uno de los dos quedaba totalmente jodido —una herida como para silla de ruedas— el otro automáticamente encontraría el modo de liquidarlo. Por lo que puedo decir hablaban en serio. Lo dejaron asentado en un papel, firmando y pidiéndoles a un par de tipos que hicieran de testigos. Y entonces en octubre Lee Strunk pisó una ronda de mortero puesta de trampa. Le arrancó la pierna derecha hasta la rodilla. Logró dar un curioso medio pasito, como un salto, después se inclinó de lado y cayó: Oh, maldición, dijo. Siguió diciéndolo por un tiempo. Maldición, oh, maldición, como si hubiese perdido un dedo del pie. Después cayó en el pánico. Trató de levantarse y correr, pero no le quedaba nada con que correr. Cayó con fuerza. El muñón de la pierna derecha se crispaba convulsivo. Había astillas de hueso, y la sangre brotaba en chorros rápidos como el agua de una bomba. Strunk parecía atontado. Bajó la mano como para masajearse la pierna faltante, después se desmayó, y el Rata Kiley le hizo un torniquete y le administró morfina y le metió plasma.No quedaba mucho por hacer, salvo esperar el
sueltapolvo. Después de que aseguramos una LZ, Dave Jensen fue y se arrodilló
junto a Strunk. Ahora el muñón había dejado de crisparse. Durante cierto tiempo
hubo dudas acerca de si Strunk seguía vivo, pero después abrió los ojos y los
alzó hacia Dave Jensen.
—Oh, Jesús —dijo, y gimió, y trató de apartarse
deslizándose y dijo—: Jesús, viejo, no me mates.
—Tranquilo —dijo Jensen.
Lee Strunk parecía mareado y confundido. Se quedó
tendido por un segundo y después hizo un gesto hacia la pierna:
—En realidad no es tan malo. No es terrible. Eh,
en serio... pueden volver a cosérmela... en serio.
—Es cierto. Apuesto a que pueden.
—¿Lo crees?
—Por supuesto que sí.
Strunk frunció el entrecejo hacia el cielo.
Volvió a desmayarse, después despertó y dijo:
—No me mates.
—No lo haré —dijo Jensen.
—Hablo en serio.
—Por supuesto.
—Pero tienes que prometerlo. Júramelo: jura que
no me matarás.
Jensen asintió y dijo:
—Lo juro —y un momento después llevamos a Strunk
al helicóptero. Jensen tendió la mano y tocó la pierna buena—: Ahora vamos
—dijo.
Más tarde nos enteramos de que Strunk murió en
algún sitio sobre Chu Lai, lo que pareció aliviar a Dave Jensen de un peso
enorme.
FIN DE
LA SECUENCIA